martes, 17 de abril de 2007
literatura: GUIA DE ENSAYO
TRABAJO DE LITERATURA II.
VALOR 25% DE LA NOTA DE UNIDAD
I.-Ensayo:
Lecturas:
a).- Águila, Nopal y Cruz
b).- Encuentro de Culturas
1.- Deberás leer ambas lecturas y elaborar un ensayo, de una cuartilla, donde realices comparaciones entre los autores respecto a las variables que manejen, relacionarás semejanzas y diferencias.
2.- Compara las lecturas con las propuestas de la sociedad mexicana actual.
3.- En la conclusión realizarás juicios de valor personal donde incluyas el juicio y por supuesto el argumento en el que basas tu juicio.
II.- DEFINICIÓN DE LAS SIGUIENTES PALABRAS:
*juicio
*prueba
*hipótesis
*razonamiento
*aseveración
*argumentación
*suceso
*disertación
*opinión
*análisis
*comparación
*variable
Fecha de entrega
23 de abril del 2007
Presentación:
*Portada
*Ensayo
*Definiciones
Hecho en computadora con letra ARIAL 12
Dudas:
jevamartin@gmail.com
VALOR 25% DE LA NOTA DE UNIDAD
I.-Ensayo:
Lecturas:
a).- Águila, Nopal y Cruz
b).- Encuentro de Culturas
1.- Deberás leer ambas lecturas y elaborar un ensayo, de una cuartilla, donde realices comparaciones entre los autores respecto a las variables que manejen, relacionarás semejanzas y diferencias.
2.- Compara las lecturas con las propuestas de la sociedad mexicana actual.
3.- En la conclusión realizarás juicios de valor personal donde incluyas el juicio y por supuesto el argumento en el que basas tu juicio.
II.- DEFINICIÓN DE LAS SIGUIENTES PALABRAS:
*juicio
*prueba
*hipótesis
*razonamiento
*aseveración
*argumentación
*suceso
*disertación
*opinión
*análisis
*comparación
*variable
Fecha de entrega
23 de abril del 2007
Presentación:
*Portada
*Ensayo
*Definiciones
Hecho en computadora con letra ARIAL 12
Dudas:
jevamartin@gmail.com
literatura: ENCUENTRO DE CULTURAS
Encuentro de Culturas.
EL ENFRENTAMIENTOEl descubrimiento de América, fue sin lugar a dudas, una sorpresa. Colón, buscador de las Indias, vio de pronto surgir antes sus ojos asombrados un continente fuera de ruta; mas, probablemente, la mayor extrañeza de los que lo siguieron no fue la del hallazgo del territorio, si no la de la brusca aparición de civilizaciones milenarias, dispersas a lo largo y ancho de aquellas Indias, con caracteres sociológicos, culturales y económicos diferentes.
Triple fue la función encomendada a los participes de la mas importante empresa iniciada por Europa, en aquel siglo deslumbrador: descubrir tierra, conquistarlas y colonizarlas para gloria de los monarcas europeos y catequizarlas para Dios y la Iglesia: "Conquistar América a cristazos", como diría Unamuno.
La garantía de tal función estaba, para felicidad de la empresa, fortalecida por la fusión de los gobiernos religiosos y seglares. Además, se había tenido gran cuidado de añadir al hecho político una justificación filosófica en cuya virtud los actos del rey podían y debían robustecerse, no solo por pretextos de gobierno y de prestigio, sino también por argumentos de fe y de servicio al Dios de Occidente.
Religiones más o menos organizadas se habían desarrollado en América, unidas en imperios de mayor o menor poder; y de ese disperso pensamiento, elaborado en medio de un alejamiento espiritual y geográfico, surgieron culturas heterogéneas y dispares.
Si el análisis filosófico lleva a atribuir tal o cual causa el hecho histórico de la conquista, resulta más difícil comprender la derrota armada de la numerosísima población indígena, particularmente en México y Perú, por el limitado número de hombres audaces que con Cortés, Pizarro, Alvarado o Benalcazar habían emprendido tal aventura.
Presencia de augures o predestinos; luchas internas y fraticidas; endeble poder de los grandes imperios, azteca o inca, sustentados en el terror militar; inconsistencias de sistemas económicos; en fin, sorpresas y desconciertos, son algunos de los motivos que facilitaron el afincamiento de los reinos hispano-portugueses de América.
Esos imperios indígenas no son importantes solamente por sus propias culturas, sino porque sintetizan y dominan el ámbito de poblaciones poseedoras de una cerámica variadísima, de un notable dominio en el tratamiento de metales, de conocimientos textiles y pictóricos muy avanzados, de monumentales arquitecturas.
No se trata, en ningún caso, de procedimientos simplemente artesanales, o de expresiones rituales o fetichistas; tampoco los objetos fabricados son únicamente utilitarios o guerreros. Estamos frente al hecho de una auténtica y secular creación en la que el diseño, la policromía, la técnica cerámica, textil o metalúrgica, la solución arquitectónica son en sí mismas artes vigorosas, plenas de sentido plástico, reveladoras del mundo espiritual de los pueblos que las originaron.
Si del hecho de la Conquista pasamos al de la colonización, entramos en un proceso de negación de la cultura anterior para pasar a la adaptación de una cultura nueva. Adaptación, readaptación, aceptación de las ideas extrañas, imposición cultural, "pacificación" y población, colonialismo, conciliación, perpetuación en otros pueblos, "disolución" de una cultura en otra; llámese como se llame el fenómeno colonial en Iberoamérica, no hay duda de que se trata de una evidencia.
El golpe debió de ser tremendo, conturbador no solo del pensamiento sino de todo el ánimo de unos hombres cuyo universo espiritual no iba más allá de unas pocas cosas concretas y de un lote de fabulas, político-religiosa, desigualmente asimiladas en los varios sitios descubiertos. La desacomodación mental sufrida por los primitivos habitantes de América, sin duda, fue dolorosa por exigir de los vencidos un esfuerzo de reacomodación al que no estaban acostumbrados: acaban de salir de un régimen dentro del cual no se les demandaba otro género de esfuerzos que los materiales, e ingresaban en un régimen donde, como primera providencia, se les demandaba desarrollar esfuerzos espirituales de alta calidad... La enseñanza de los misioneros, tan penosa para ellos, debió resultar más penosa a los educandos.
Lo notable es, precisamente en aquellos lugares en donde el conflicto cultural resulta más patético, es donde el ímpetu artístico, numérico y cualitativo es más importante: México y sus ciudades, Guatemala, la Nueva Granada y Quito, Lima, El Cuzco y el Alto Perú, se constituyen en los principales focos de convergencia e irradiación de lo que se llamaría luego el arte colonial. Allí donde el encuentro fue más violento, mayor fue la eclosión artística; y donde la violencia ocasionó un mayor arrasamiento, los templos, ídolos y objetos paganos, fueron sustituidos con igual o superada vehemencia por templos, imágenes y símbolos cristianos.
El encuentro de culturas puede, en consecuencia, medirse bajo estos dos aspectos: por una parte, la eliminación de creencias preexistente y, por otra, la implantación o revitalización de culturas importadas.
Muy diferente es la situación de aquellas áreas en donde no existían sino grupos dispersos, más o menos primitivos. El colonizador, español o portugués, llega y se establece; combate a las tribus dispersas y desorganizadas, a veces con intensas y prolongadas luchas, pero sus conflictos ideológicos son a la escala de las poblaciones conquistadas: sumarios, localizados en secciones reducidas, situados en cada región.
Aparecen de ese modo junto a los grupos europeos, las migraciones negras mediante el comercio de la esclavitud, trayendo el negro consigo, sus ritos, sus costumbres, sus habilidades. Llega como cargamento a las costas y se traslada multitudinariamente a las plantaciones, donde permanece aislado, alejado inclusive del indio. Mas, si bien constituye un elemento de explotación, como lo es el indio, no llega a influir en la producción artística, ni siquiera como mano de obra. El negro guarda tradiciones y costumbres para los de su raza, pero permanece independiente. Este fenómeno es aun más sensible en el Brasil, en donde la empresa de colonización no es oficial sino privada, a cargo de terrateniente, con poderes casi omnímodos y hereditarios, que mantienen al esclavo confinado en las plantaciones, minas y obrajes, sin que a ese prohibido territorio puedan llegar ni siquiera los blancos. Es necesario, pues, el mestizaje posterior de su raza para que, ya mulato, forme parte de la vida cultural y sin gozar nunca de los privilegios del europeo, partícipe en la obra en que está empeñada la sociedad blanca.
RECHAZOS Y ASIMILACIONESNo hay aporte definido del pasado americano en este plan colonial, único en el mundo. México Virreinal crece sobre los derruidos teocallis aztecas; los edificios mayas son olvidados y recubiertos por la selva tropical, las ciudades incas se esconden en el secreto de sus pobladores y raros son los casos en donde el fundador respeta el edificio nativo, o usa los cimientos de la urbe americana para levantar sobre ellos el edificio o la villa española. Acolman aprovecha, interesante excepción, de la planta del palacio original y somete la nueva construcción a dicha planta; mas sólo el Cuzco utiliza los cimientos y base de sus más importantes construcciones para crecer sobre los graníticos muros de palacios y templos del incario, sin destruirlos totalmente.
Pero el plan urbanístico de la colonia, como también las artes plásticas, arrasan todo vestigio de anteriores civilizaciones, porque su objetivo es, inicialmente, extirpar en sus mismas raíces el pensamiento idolátrico, que se opone a la función evangelizadora, y los símbolo imecas de tales cultos paganos.
Cuando alguna vez una forma india, una máscara, un motivo decorativo aparecen, solo se presentan esporádicamente. Tal es el caso, por ejemplo, de ese relieve que reproduce el motivo ritual Chavín, del monolito de Huantar, o el de las sirenas que tocan el charango, en las iglesias de Julí y de Pomata, en el Alto Perú. También, el de aquellos solos de cabeza fajada a la manera nativa, que centran los conjuntos de la decoración serliana del soportal y sotocoro de San Francisco de Quito, como aceptando que la divinidad suprema americana se confunda con la cruz cristiana, debidamente honrada por querubínes circundantes. Tal el caso de los retratos de nobles indígenas que aceptan posar con la cruz en la mano, el sol radiante en el pecho, vestimentas peruanas y escudos nobiliarios; tal el de aquello talladores de Santa María Tonanzintla, que crean su corte celestial indígena, o el del Aleijadinho, que vuelve mulatos a sus evangelistas de San Francisco de Ouro Preto.
Entre los pocos ejemplos en los que el español recoge íntegramente la técnica primitiva y la sigue aplicando, están los casos del kero peruano y de los códices mexicanos: allí no se ha pensado sino en la importancia de tal expresión gráfica, y por algún tiempo esta expresiones, eminentemente mestizas, son continuadas, sea para imprimir en los keros los relieves coloreados de alguna escena de la conquista (sin suprimir las líneas del diseño preincásico ni la flora y la fauna americanas, al extremo de que dichas escenas y no la técnica misma diferencian el kero precolombino de kero mestizo colonial), sea en la admirable continuidad de los códices mexicanos, debidos a monjes y cronistas que, admirados por la eficacia gráfica de aquellos códices, utilizaron a los artistas indios para que relataran en esas seriales dibujadas los diversos pasos de los conquistadores y de los principales personajes que habían intervenido en tales acontecimientos históricos.
Por lo demás, estas contribuciones indias, mestizas o mulatas favorecían el adoctrinamiento y no eran aceptables sino como medios de convicción, como alicientes para atraer la atención desconfiada de los conquistados, o como posición conciliadora de algún monje que quería acelerar sus planes evangelizadores mediante la inclusión, en el follaje ornamental de fachadas y retablos, de figuras vinculadas a los ritos nativos.
Mucho mas libre, en cambio, es la inclusión de flora y fauna americanas en pinturas y relieves. Si bien, en este caso, la "contribución" proviene de una lógica adaptación del paisaje americano a la modalidad plástica europea, no podemos negar que hay una variante evidente de formas y de motivos decorativos: piñas, palmeras, chirimoyas, bananos, aguacates, hojas de tabaco y de apepú, naranjas de Misiones, helechos y papayas, llenan los cestos y guirnaldas, en los que tampoco se han excluido uvas, granadas y melocotones, frutos europeos aclimatados en América. Añadamos que los relieves de agaves o las graciosas flores sagradas conocidas como Nukchú, que una princesa inca mantienen en sus manos.
Asimismo, la fauna de monos, papagayos, pumas, sapientes y aves, indiscutiblemente criollos, como el cuzqueño tunkí, se mezcla al dromedario, al elefante y al unicornio, aumentando la nota de exotismo. De lo contrario, solo por un clandestinaje rebelde, se repiten símbolos paganos, como en la cara posterior de los pedestales que sostienen las columnas de la fachada de la catedral de Tunja, en donde un signo, probablemente calima, rompe la continuidad del ornamento europeo; o en el de dos mascarones indios que reemplazan las hojas de acanto de los capiteles corintios, en un pilar de la merced en Quito.
LA MANO DE OBRA AMERICANALa contribución americana fue esencialmente la mano de obra. Y así lo comprendió el franciscano flamenco Fray Jodoco Ricke cuando, juzgando "que los españoles no iban a querer usar los oficios que supiesen" y menos las poco rentables profesiones vinculadas con el arte, fundó en 1553 el Colegio de San Andrés, primera escuela de artes y oficios de América. En ella, maestros de obra, oficiales y artistas europeos, venidos de Flandes, Alemania y España, enseñaban a hijos de caciques, mestizos y criollos, lo que explica, en parte, la dedicación que, en futuro, artes y artesanías obtendrían de las clases sociales menos favorecidas. Este sistema se repite bajo el patrocinio de otros notables monjes: Pedro de Gante, en México; Basilio de Santa Cruz, en el Cuzco; Julián de Quartas, en Yucatán.
No extrañe, pues, ver, durante los siglos posteriores, en la lista de artistas, maestros de obra y artesanos, desde aquellos indígenas mexicanos que, conocedores de las técnicas de sus antepasados, siguen la tradición secular, y por lo mismo, las formas plásticas de los tlacuilos, o pintores precolombinos, hasta la nómina interminable de artistas indios, mestizos y mulatos, esparcidos en todo el continente: Andrés Sánchez Galque y Caspicara, en Quito, Diego QuishpeTito y Melchor Huamán, en el Cuzco; Juan Huaicán, en Juli; los guaraníes José, el Indio, en Buenos Aires; y Kabiyú, el pintor de Itapuá; y, evidentemente, el Aleijadinho, en Brasil, y sobre todo, esa grey anónima que participó en la construcción de millares de iglesias; en el labrado de fachadas y retablos; en la pintura de decenas de miles de cuadros, y en la talla de imágenes sagradas. El quehacer artístico es casi una exclusividad de indios, mulatos y mestizos. El español o el criollo, descendiente de españoles, están entregados a las preocupaciones del gobierno, al manejo de la economía, a la conducción del clero o la gerencia de encomiendas, minas u obrajes.
LA NOCIÓN DE MESTIZAJE ARTÍSTICO.En ningún caso, pues, habría que disminuir la importancia de esta contribución humana; allí reside el aspecto más notable de ese mestizaje de la creación artística. Si bien es exacto que algunos autores, y entre ellos George Kubler, consideran "un desacierto" la denominación de "mestizas" para algunas obras de arte americano, parece mejor incluir dentro del concepto de mestizaje no solamente el fenómeno de origen racial, sin el resto de actividades humanas, inclusive aquellas del arte, como componentes, todas, de un proceso de "culturas híbridas o sociedades mestizas", dentro de un mundo en el que cada aspecto de la sociedad, cada característica psicológica, cada hecho económico o espiritual, se sucede de un modo particular, que corresponde, precisamente, a esa mezcla de sangres, costumbres, y mutuas asimilaciones.
"La vida colonial fue el teatro histórico del mestizaje", afirma, a su vez, Kubler; y esa afirmación se comprueba por el mismo hecho de que a pesar de la imposición notoria y drástica de los temas y modos europeos no deja de incluirse una serie interesantísima de expresiones plásticas, en esencia mestizas: retratos de mulatas ennoblecidas; mantos de princesa indias que no alteran su vestimenta tradicional; escenas de auténtica historia americana, como las hazañas de los conquistadores, que sirven de pretexto para seguir ilustrando los códices en México; las penosas y trágicas etapas de la " degollación de Don Juan Atahuallpa en Cajamarca", aprovechadas por un pintor peruano; las "paces entre el gobernador de Matorras y el cacique Paikín", pintadas por Tomas Cabrera; San Isidro Labrador en plenas labores agrícolas, ayudado por indios y ángeles cubiertos de ponchos, que siembran maíz en las sierras andinas de un primitivo quiteño; los innumerables pintores que interpretan un grabado flamenco en el cual las clásicas rocas, ciudades y campos de Flandes, incluyen palmeras y árboles de vegetación perfectamente localizables; o en fin, aquellos que incluyen el paisaje, rural y urbano en temas anecdóticos tales como las célebres procesiones cuzqueñas y los relatos gráficos de los milagros de la Virgen de Guápulo, del quiteño Miguel de Santiago.
Es decir, que habría que pensar no solamente en el artista de raza mestiza, sino también en la utilización de temas mestizos. No puede ser de otro modo, teniendo en cuenta que aquellos habilites ejecutores de pinturas y esculturas, recibieron las más variadas influencias, regulaciones y técnicas, las mismas que, a su vez, fueron interpretadas por ellos, con mayor o menor libertad.
Existe, pues, un arte mestizo, como existe una religión mestiza, que une la ortodoxia de los principios impuestos con la nostalgia de los mitos prohibidos; como son políticas mestiza las Leyes de Indias, incontrolables cuerpos legales, elaborados a miles de kilómetros para hacer aplicados y respetados por poblaciones de la más diversa índole. Y por último, no habría que olvidar que el propio europeo, venido de América, que ha cambiado costumbres, gentes y paisajes propios, sufrió el influjo de fuerza ecológica a las que no estuvo acostumbrado y a las que, para imponerse a ellas, tuvo primeramente que someterse y aceptar.
Tal vez todo esto explica por qué, aún en la concurrencia de una mayoría de factores y de elementos plásticos procedentes del viejo conciente, las experiencias arquitectónicas y sobre todo, las decorativas - en manos de arquitectos manieristas, de alarifes mudéjares o de maestros de obra flamencos - , siguieron en América una libertad interpretativa, que es la razón de la acumulación, de la frondosidad, de la mezcal de estilos y formas que hacen del barroco decorativo americano la representación de la exhuberancia y de la fantasía de nativos y europeos establecidos en las colonias.
EL APORTE OCCIDENTALEs hora de referirse a la intervención plástica del viejo continente, en este proceso cultural, durante la colonia. Europa misma es la amalgama de las más contradictorias y diversas influencias. Y la Península Ibérica, en la iniciación de los descubrimientos y de la conquista, constituye el ejemplo más claro de esa reunión de fuerzas y de influjos. El pueblo español, así como el Lucitano, mantienen en el siglo XVI las características de un medievo tardío, que no ha desaparecido ni aún por a creciente presión del movimiento renacentista. Subiste, asimismo, en pleno vigor, la huella de la secular dominación árabe, que ha calado profundamente en el urbanismo, en la arquitectura, en la decoración y hasta en la vida misma de las gentes.
Por otro lado, la expansión y el poder de un imperio donde el sol no se ponía significó la existencia de contactos e influencias procedentes de Flandes, de Alemania, de Italia, y de Europa Central. El artista hispano-portugués sometido a esas presiones, tenía que expresarse, en consecuencia, en forma múltiple y heterogénea. La asimilación de esos diversos elementos se produjo de modo desordenado e intemporal. Al mismo tiempo, se construyó un gótico tardío y en plateresco, en manierista y en mudéjar; al mismo tiempo, se pinto a la manera flamenca o italiana, en el mismo instante, los talleres andaluces, castellanos o lusitanos, producían una escultura de propio e indefinible sabor.
Las distancias americanas produjeron, por su parte, variantes que se acentuaron por el uso de lo materiales al alcance, y sobre todo, por el origen de los maestros procedentes de variadas regiones europeas que instalaron sus primeros talleres en los mas dispersos lugares del nuevo continente.
Así, en lo que respecta a la cultura que aparece en los distintos centros coloniales en el primer siglo de la conquista se comprueba que los imagineros ibéricos surten de tallas y retablos, con incalculable profusión. Y para no citar el caso de los talleres sevillanos, y el de Juan Martínez Montáñes, en particular, he aquí que este, (según afirmación de Morales Padrón) "se mantenía solo de dichos encargos", provenientes de México y de la capitanía general de Guatemala, de Bogotá y de Lima. Y por supuesto inspiraba a innumerables artista, y entre ellos, al Bogotano Pedro de Lugo y Albarracín y al quiteño Padre Carlos. No hay, prácticamente, región en América hispana, que no conserve tal huella: cinco retablos en Santo Domingo, otros en la Catedral de Puebla y en la Concepción, en Lima; Cristos en Guatemala y Quito; inmaculadas en Oruro. Parecida influencia ejercieron Pedro de Mena, Alonso Cano y Gregorio Fernández. De allí que aquella indefinición de la escultura europea del siglo XVI produzca también, particularmente, en el siglo XVII americano, otra "zona de homogeneidad", dentro de la cual una imagen no acaba de perder sus características españolas ni adquiere los elementos formales de la posterior escultura colonial. Ningún elemento exterior delata diferencias u orígenes que solo la documentación es capaz de precisar. Estamos, pues, lejos de poder distinguir la policromía decorativa de una imagen guatemalteca o quiteña, como la haremos a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII
La situación es parecida en el caso de la pintura. La mayoría de las obras flamencas, italianas o españolas, remitidas no son identificables. Zurbarán como, Martínez Montañés en la escultura, envió de su taller tantos lienzos, que se ha querido ver en él "al padre de la pintura americana". Queda una ardua labor de investigación para descubrir tanta tabla flamenca, tanta pintura italiana, diseminadas en claustros y museos. La diferenciación se complica si se piensa en el número de artistas europeos que aparecen desde la segunda mitad del siglo XVI: los italianos Angelino Medoro, Matheo Pérez de Alesio o Bernanrdo Bitti, de abundante obra y segura influencia sobre los pintores de Bogotá, Lima y La Paz; el compañero de Cortés, Rodrigo de Cifuentes; el sevillano Alonso Vázquez o el flamenco Simón Pereyns, que inician la pintura mexicana; el español Luis de Ribera, en Qutio, etc.
Pero si aquellos autores fueron los iniciadores de la pintura colonial, debemos encontrar en el grabado la fuente inspiradora de los siglos posteriores. El "catecismo por imágenes", tan del agrado del Concilio de Trento, se extendió por el mundo cristiano. Primer intento de adoctrinamiento universal a base de las posibilidades entregadas por la imprenta, dejó sentir su efecto inmediatamente al generalizarse el sistema en todas las colonias hispano-portuguesas. Solamente la casa Plantin, puso al servicio del grabado religiosos "sus veinte prensas, empleó sesenta y cuatro tipógrafos y recibió en 1541 una orden para dos mil breviarios, seis mil diurnos y cuatro mil misales". Es ésta, al parecer, "la historia más barroca del arte barroco americano: la de este protestante de Amberes que recibió, de los muy católicos reyes, el privilegio de imprimir todos los libros píos, todas las santas imágenes que se distribuían, en su Imperio, a los naturales, para que en ellas se inspirasen".
En efecto, es increíble la abundancia de libros ilustrados, de catecismos gráficos, de tratados de artes que llegan a América y de los que se sirven los artistas para realizar sus propias versiones: El Evangélicas historia imagines inspirado por Ignacio de Loyola; el de De Sancia Cruce de Graetzer, la Biblia polylotta, editada por Plantin; los grabados de los falmencos Van Meere y Simón y del alemán Klauber, los libros impresos de Moretus; las imágenes de Martín de Vos Schelte-Bolswert y los hermanos Wiercix, no son sino unos pocos ejemplos de una lista interminable. Y cuando se habla de la Historia de las santas imágenes, de Molanus, o de Tratado de la escultura policroma de Pacheco, hay que pensar en auténticos recetarios para la confección de cuadros y tallas, ya que en general, tales Tratados no son sino la ortodoxa manera de señalar el color del manto, la longitud del cabello o el matiz del rostro de alguna imagen religiosa, lo que vuelve aún más rígida la sujeción del artista a una obra, destinada, esencialmente, a mantener una devoción, a iniciar a la fe y al misticismo de los católicos, desde México hasta la Patagonia.
Se puede discutir siempre sobre le valor estético del arte americano colonial, ya que se ha de encontrar en cualquier caso la repetición de un motivo y la aparente falta de libertad de aquellos artistas, entregados a las necesidades de la evangelización. Se trata, indiscutiblemente, de un arte repetitivo y recreador. Mas no hay duda de que aquella recreación se efectúa dentro de condiciones locales particulares, en las que interviene artistas diferentes, de modalidades diferentes, casi generalmente indios o mestizos que jamás tuvieron contacto directo con el creador europeo de aquellos grabados. ¡Qué diferentes son, así los enormes lienzos sacados de las estampas de Schelte-Bolswert, que hacen el artista quiteño Miguel de Santiago y el peruano Pacheco, en las galerías de los respectivos claustros agustinianos de Quito y Lima!
Por otro lado, es necesario insistir en que aun los artistas europeos que se trasladaron a América aplicaron modalidades relativamente distintas. Debió haber pesado sobre ellos una ecología novedosa que rompía el mundo del color y de las formas a que estuvieron acostumbrados. Sin trabas, dueños de un nuevo destino, sentirían, desatados de su ligadura europea, de su ancestro secular, la pasión y la realidad del mundo nuevo. Debemos hablar, en consecuencia, de recreación de renovación, de reinterpretación de técnicas que, en cierto sentido, entraban en conflicto en tierra americana.
Si hubiera que ceñirse al concepto de "museo imaginario" que André Malraux considera como la característica de la expansión y de la interrelación del arte; el contacto y la influencia de artistas y técnicas no anula la posible originalidad. El "no hay nada nuevo bajo el sol" se vuelve evidente con la apertura de las colonias a ese arte foráneo, el mismo fruto de la vinculación producida en Europa entre las modalidades plásticas góticas, renacentistas, manieristas y barrocas.
Habrá que referirse también a ciertos contactos ocasionales con Oriente. El comercio de Indias y la vinculación que se establece con los países asiáticos, lleva y trae, de 1565 a 1821, barcos repletos de sugestivas mercaderías. Desde Filipinas las naves transportaban hasta el Callao y Acapulco, en un ilegal intercambio, productos de la India, la China, Siam y Bengala, y volvían con el oro y la plata de Potosí y Guanajuato.
Generalmente aquel comercio dejó entrar en forma clandestina un contrabando de especería de estatuas, de sedas, de miniaturas de marfil o de porcelanas. Y esos nuevos elementos determinaron en alguna forma la alteración de los modelos europeos. Aquellas Inmaculadas de Bernardo Legarda, por ejemplo, ¿no tienen una atmósfera de bailarinas siamesas? ¿No existe, por otra parte, una extraña familiaridad entre los Profetas del Convento de los Teatinos, en Goa y aquellos de Congonhas do Campo?
Habrá, pues, que admitir, en el Brasil el hecho de que, sea a través de gentes de la India portuguesa, llegadas a Minas Gerais, sea por un camino más largo, de Goa a Portugal y de allí, al Brasil, cierto gusto por lo oriental eventualmente se trasluce. Por ejemplo, en Nuestra Señora de la O en Sabará, donde no solamente la torre de la minúscula iglesia recurva sus techumbres, con la clara insinuación asiática de una pagoda, sino donde los decoradores ornamentan sus cartelas con formas chinescas inconfundibles.
Todo ese enjambre de elementos concurrentes, de por sí confuso, aumentó el desconcierto con que el indio o el mulato habrían de aceptar las normas artísticas de los conquistadores. Ausentes y presentes, las manos indígenas tuvieron que captar (con rechazo en un comienzo, y al fin, de buen grado), esa voluptuosa sensación de novedad, tan ajena a su mundo propio, a su manera de pensar y a su mentalidad ancestral.
Esa habilidad artesanal, esa disposición espiritual, esenciales aportes primeros del indio a la obra plástica de la Colonia, debieron chocar por mucho tiempo antes de que se recuperasen su personalidad y su dignidad artística propias.
A más de anónimo, el arte inicial americano tuvo, en un principio, que ser impersonal, casi automático. Por supuesto, aquel automatismo, aquella repetición del grabado o de las escasas pinturas y esculturas que llegaron a América sufrieron nuevas alteraciones por el comercio interregional americano o por el traslado de los maestros europeos de un sector a otro. El arquitecto Becerra hace obra en Tepoztlán, Puebla, Bogotá, Quito y Lima; los pintores Bitti y Medoro dejan huellas en Bogotá, Lima y La Paz; los portugueses Manuel Couto y Manuel Dias aparecen en el virreinato de Buenos Aires; y el quiteño Bedón aprende en Lima sus técnicas y vuelve con ellas a su ciudad. Y si se reitera la abundante presencia de obras de Zurbarán y del Montañés en México y Centroamérica, en Nueva Granada y en el Perú, ya existen nuevas razones suficientes para encontrar constantes, supervivencias y continuidades en el arte hispanoamericano.
Más lo interesante no son tanto aquellas constantes, cuanto la forma intemporal en que las influencias se presentan y se aplican. Ajena al tiempo y confiada a talleres, la producción hispanoamericana constituye un proceso casi industrial. No extrañe así que los fondos de paisajes flamencos aparezcan indistintamente en las más alejadas zonas Tal es el caso de esa Vendimia mística, inspirada en un grabado de H. Wierix, repetida por Diego de Borgraf en el siglo XVII en Puebla por un artista cuzqueño, en la iglesia del Pilar, de Lima, y por A.S. (probablemente Antonio Salas), en el siglo XIX en Quito; que el Santiago Matamoros, grabado por Plantin, persista desde el siglo XVII hasta mediados del XIX; que las decoraciones platerescas, abundantes en México en el siglo XVI y comienzos del XVII, aparezcan en Quito sólo a comienzos del XVII; que el barroco brasileño repita sus diseños de fachada, incansablemente; que las formas mudéjares, tan arraigadas en siglo XVI, sigan gustando dos siglos después; que la huida a Egipto, interpretada por Juan Rodríguez en México, y por Quishpe Tito en Lima, se mantenga con iguales características durante más de dos siglos; que la Sagrada Familia de Martín De Vos sea repetida por Tito Quishpe; que fórmulas casi bizantinas reaparezcan, primitivas, en la Trinidad Tricéfala o en los Dos Juanes del Cuzco; que la modalidad triangular de la Guadalupana española inspire inicialmente a México y se repita incansablemente en todo el virreinato del Perú bajo múltiples advocaciones mucho después de la interpretación mexicana; que los Cristos de la Pasión varíen apenas entre sus modelos españoles y aquellos de Comayagüela, de Taxco, o del propio Cuzco.
Hay que reconocer que estamos frente a normas de ortodoxia similares, dictadas a miles de kilómetros, para ser ejecutadas por artistas, separados entre sí, de continente a continente, con el fin de incitar y mantener la devoción de los creyentes. No se puede, en consecuencia esperar sino procesos ajenos a ritmos de asimilación, que aparecen, aquí o allá, fuera asimismo del tiempo, marcados apenas por peculiaridades regionales que bien pueden ser las del uso de un material diferente, más o menos propio de la zona; piedra de huamanga en el Perú, balsa en Quito; sillar en Lima, raíces de árbol en Guatemala, mangle en el Brasil; lo que tiene alguna vinculación con la ecología característica del lugar. En este sentido, si existe una indefinición, si existen zonas de homogeneidad entre el arte español del XVI y el americano de fines de ese siglo, también existen tales zonas, dentro de la propia América colonial, cuyos productos artísticos no respetan cronología ni espacio y son confusos, hasta el extremo de que muchas veces es difícil distinguir la procedencia de una u otras piezas, tan similares son entre sí.
Cuando Erwin Walter Palm, refiriéndose a la pintura colonial, expresa: "... la pintura en las provincias americanas de España está esencialmente limitada al arte religioso y dentro del arte religiosos, limitada, en general, a la ilustración de escenas del Nuevo Testamento o de la Vida de los Santos", y comprueba, asimismo que " está entregada de lleno a la reproducción de un temario devoto", ésta es una afirmación bastante exacta; y también es exacto que la evasión hacia los temas paisajes, costumbres, mitología y desnudo, es únicamente excepcional, al constituir ese temario colonial un instrumento de catequesis. Mas este fenómeno, si bien es casi exclusivo en América, no deja de ser generalizado en buena parte de Europa. Palm afirma con razón que, "el indio asimila rápidamente las técnicas europeas y se transforma en un artesano habilísimo al servicio de las órdenes religiosas. Está tan entregado a la reproducción de los modelos metropolitanos como lo están sus colegas españoles y criollos".
Mas resulta extraño que el citado autor pida, como modelos de creación artística, "mitología y desnudo mitológico". Había que desear que los pintores americanos prefirieran los temas de su ecología: paisaje, gentes. Mas, ¿por qué criticar el uso exclusivista del tema religioso y pedir, en cambio, el mitológico, ése sí tan lejano a la raíz americana y, por lo mismo, tan poco auténtico? Por otro lado hay que convenir con el citado autor en que tanto en América como en España faltó la presencia de artistas de tema civil, tales como Velázquez, y que "la sensibilidad en el mundo hispánico, no sólo está condicionada por una censura moral y religiosa, sino que está sujeta a una graduación jerárquica, que a la Corte concede lo que escatima a los demás". Ese acendrado y opresivo misticismo fue, precisamente, el punto central de una producción artística peculiar de la mentalidad española y de las colonias hasta mediados del siglo XVIII, cuando los contactos intelectuales con Francia y con las ideas de la Enciclopedia se tornaron más sensibles.
No parece, sin embargo, que aquellas comprobaciones, o las que consideran el caso americano como un fenómeno provinciano, en donde ninguna de las pinturas "sobrepasa la calidad de un buen trabajo de taller europeo", puedan tomarse como una fórmula de menosprecio. La determinación de "escuelas" productivas de pintura o de escultura tiene que ver con una localización geográfica, lo que explica que los cuadros "provincianos" cuzqueños, bogotanos, mexicanos o de Potosí puedan tener ciertas características propias y ciertas diferencias.
Parece, pues, injusto, creer que ha desaparecido la "voluntad creadora". Discutirla sería como discutir la sujeción cortesana, burguesa o aún religiosa del propio pintor europeo. El retratista entregado a hacer el álbum familiar de un monarca; aquel que recubre el domo de una iglesia, de acuerdo con normas ortodoxas impuestas por el obispo o por el Pontífice; o en fin, el que traslada al lienzo las vanidosas figuras de los enriquecidos burgueses flamencos, ha puesto la "voluntad creadora" al servicio de una imposición económica. Esa voluntad es tan sumisa como la del mestizo que pinta para la catequesis y la religiosidad.
Hace falta recordar también que muchas veces la repetición puede resultar digna de ser tomada en cuenta como simple explotación de un recurso plástico. No ha extrañado hasta ahora que el tema de las lanzas, que proviene cronológicamente del mosaico griego del Triunfo de Alejandro, se reitere con Velázquez en La rendición de Breda; en La ronda nocturna, de Rembrandt; en la Batalla de San Romano, de Paolo Uccello; en el grabado de Schelte-Bolswert sobre la victoria milagrosa del Duque de Mantua, Astolfo II, sobre los moros. Este tema es, en fin, reproducido por Miguel de Santiago en el claustro de San Agustín de Quito. Se trata, en efecto, de un arte repetitivo y de "una práctica generalizada que no debe extrañarnos y cuyos frutos han sido, a menudo, obras de gran belleza y de exótico mestizaje..."
Sería fundamental referirse, aunque fuera brevemente, al caso particular del Brasil, y en especial a la región minera e ese país. Los elementos lusitano y negro, que entran en conflicto en las colonias portuguesas, provienen de continentes diversos. El negro, como antes se había dicho, y como sucede asimismo en todos los países de población negra de Hispanoamérica, se mantiene aislado de los restantes grupos humanos. Es simplemente mano de obra para ciertos trabajos especiales, y ningún contacto le está inicialmente permitido. Sin embargo, la mezcla se efectúa, la unión de sangres sigue ese proceso de mestizaje que no detienen legislaciones ni prohibiciones de casta o ley. Del mismo modo que el español se funde ilegal y libremente con la raza india, el portugués lo hace con la negra.
El negro puro no admitió nunca tal fusión; se alejó en lo espiritual del blanco mientras que físicamente sus mujeres sucumbieron. Y tuvo que ser la generación que sucedió a aquel aislamiento la que pasó a participar, sin nunca ser admitida en igualdad social, en la elaboración de un país que, desde entonces, ya fue el fruto de la más impresionante amalgama de gentes. Los grupos negros, sin embargo, permanecieron unidos, y si aceptaron la religión de los amos, fue después de conformarla a ritos africanos, convirtiendo su cristianismo en una particularísima forma de creencia, mitad misterio, mitad magia, más fórmula ceremonial que filosófica, más danza y movimiento que estática contemplación.
El cristianismo africanizado pasó a constituir, desde la más remota época, una religión aparte, con sus ritos, sus santos y sus solemnidades. Fue religión privativa, excluyente y rígida, lo mismo en el Caribe que sobre los territorios brasileños.
Las iglesias que recibieron a la población de color eran tan excluyentes, como discriminatorias fueron las iglesias de la población blanca. En constante "competencia de vanidad", competencia de altares; en el deseo de superar, "el negro al blanco, el minero al funcionario, el nuevo rico al noble", Arthaud y Calí atribuyen a estos múltiples conflictos el haber sido "los grandes estimulantes del arte en esta parte del mundo".
Otra importante característica es la de la ausencia de comunidades religiosas, resultante de la prohibición que los monjes tienen de ir a los sectores de minas. Tan sólo el párroco y el obispo dominan la vida cristiana. Y el párroco como el obispo, son dóciles funcionarios del rey de Portugal. No hay que contar, en consecuencia, con esa arbitrariedad característica de las órdenes regulares y de las comunidades, típicas en el mundo hispanoamericano. Cuando en el Brasil el cura o su superior jerárquico quieren construir una iglesia, sólo "un tribunal especial", creado por Juan III en 1532, es el que da la última palabra sobre el plano y las características del templo que se solicita.
Esto explica que el barroco brasileño este mucho más sometido a los patrones europeos que el mexicano o el peruano. Y si la arquitectura sigue en el Brasil un ritmo tan similar al portugués, la pintura y la escultura se adaptan a la arquitectura y actúan como sus complementos. Es interesante, en consecuencia, comprobar que la mejor pintura brasileña es aquella producida sobre los domos, de cañizo y tabla, de las iglesias. Allí están los frescos de Nuestra Señora de Nazaré, en Cachoeira Do Campo; los de San José de Lagoa, en Nova Era; los de San Antonio de Itaverava, o los de la iglesia matriz de San Juan del rey. Y en la escultura, allí están las esplendorosas puertas de San Francisco y del Carmen, en el citado San Juan del Rey, o la decoración alegórica de los interiores de las mejores iglesias brasileñas.
Parece como si un solo sentimiento hubiese inspirado todos los aspectos de la plástica, de modo que la vinculación es evidente entre la pintura, y la escultura, componentes claros de las formas arquitectónicas.
CONCLUSIÓN
Es, pues, esencialmente conflictivo el arte iberoamericano. Si muchas veces las expresiones formales no denotan a las claras un mestizaje de formas, no se puede dudar de que aquellas son el fruto y el resultado espiritual de un continente que creció desde sus comienzos bajo el signo de un mestizaje generalizado. Tal vez acaso lo más importante de dicha plástica no sea la producción académica, que muchas veces no escapa a las fórmulas simplemente repetitivas. Pero no hay duda de que frente a una escultura o a una pintura colonial se ha de encontrar una atmósfera diferente que, aun cuando de inspiración europea, tiene un ambiente a veces indefinible de sabor americano.
Ese barroco personalísimo, en gran mayoría obra de gentes sin mayor oficio, de artesanos y artistas anónimos, no siempre parece del agrado del espectador erudito. Pero en sí mismas esas tallas, imágenes o pinturas son el testimonio de los tres siglos de una colonización que, en definitiva, es el despertar de un continente nuevo. A veces simples testimonios humanos, aquellos trabajos generalmente humildes llevan en sí el mensaje de ese habitante primitivo, cuya fabulosa tradición milenaria se vuelca de esa manera en la desconcertante y sorpresiva mentalidad del hombre de Occidente.
Desconcertante y sorpresiva mentalidad del hombre de Occidente.
EL ENFRENTAMIENTOEl descubrimiento de América, fue sin lugar a dudas, una sorpresa. Colón, buscador de las Indias, vio de pronto surgir antes sus ojos asombrados un continente fuera de ruta; mas, probablemente, la mayor extrañeza de los que lo siguieron no fue la del hallazgo del territorio, si no la de la brusca aparición de civilizaciones milenarias, dispersas a lo largo y ancho de aquellas Indias, con caracteres sociológicos, culturales y económicos diferentes.
Triple fue la función encomendada a los participes de la mas importante empresa iniciada por Europa, en aquel siglo deslumbrador: descubrir tierra, conquistarlas y colonizarlas para gloria de los monarcas europeos y catequizarlas para Dios y la Iglesia: "Conquistar América a cristazos", como diría Unamuno.
La garantía de tal función estaba, para felicidad de la empresa, fortalecida por la fusión de los gobiernos religiosos y seglares. Además, se había tenido gran cuidado de añadir al hecho político una justificación filosófica en cuya virtud los actos del rey podían y debían robustecerse, no solo por pretextos de gobierno y de prestigio, sino también por argumentos de fe y de servicio al Dios de Occidente.
Religiones más o menos organizadas se habían desarrollado en América, unidas en imperios de mayor o menor poder; y de ese disperso pensamiento, elaborado en medio de un alejamiento espiritual y geográfico, surgieron culturas heterogéneas y dispares.
Si el análisis filosófico lleva a atribuir tal o cual causa el hecho histórico de la conquista, resulta más difícil comprender la derrota armada de la numerosísima población indígena, particularmente en México y Perú, por el limitado número de hombres audaces que con Cortés, Pizarro, Alvarado o Benalcazar habían emprendido tal aventura.
Presencia de augures o predestinos; luchas internas y fraticidas; endeble poder de los grandes imperios, azteca o inca, sustentados en el terror militar; inconsistencias de sistemas económicos; en fin, sorpresas y desconciertos, son algunos de los motivos que facilitaron el afincamiento de los reinos hispano-portugueses de América.
Esos imperios indígenas no son importantes solamente por sus propias culturas, sino porque sintetizan y dominan el ámbito de poblaciones poseedoras de una cerámica variadísima, de un notable dominio en el tratamiento de metales, de conocimientos textiles y pictóricos muy avanzados, de monumentales arquitecturas.
No se trata, en ningún caso, de procedimientos simplemente artesanales, o de expresiones rituales o fetichistas; tampoco los objetos fabricados son únicamente utilitarios o guerreros. Estamos frente al hecho de una auténtica y secular creación en la que el diseño, la policromía, la técnica cerámica, textil o metalúrgica, la solución arquitectónica son en sí mismas artes vigorosas, plenas de sentido plástico, reveladoras del mundo espiritual de los pueblos que las originaron.
Si del hecho de la Conquista pasamos al de la colonización, entramos en un proceso de negación de la cultura anterior para pasar a la adaptación de una cultura nueva. Adaptación, readaptación, aceptación de las ideas extrañas, imposición cultural, "pacificación" y población, colonialismo, conciliación, perpetuación en otros pueblos, "disolución" de una cultura en otra; llámese como se llame el fenómeno colonial en Iberoamérica, no hay duda de que se trata de una evidencia.
El golpe debió de ser tremendo, conturbador no solo del pensamiento sino de todo el ánimo de unos hombres cuyo universo espiritual no iba más allá de unas pocas cosas concretas y de un lote de fabulas, político-religiosa, desigualmente asimiladas en los varios sitios descubiertos. La desacomodación mental sufrida por los primitivos habitantes de América, sin duda, fue dolorosa por exigir de los vencidos un esfuerzo de reacomodación al que no estaban acostumbrados: acaban de salir de un régimen dentro del cual no se les demandaba otro género de esfuerzos que los materiales, e ingresaban en un régimen donde, como primera providencia, se les demandaba desarrollar esfuerzos espirituales de alta calidad... La enseñanza de los misioneros, tan penosa para ellos, debió resultar más penosa a los educandos.
Lo notable es, precisamente en aquellos lugares en donde el conflicto cultural resulta más patético, es donde el ímpetu artístico, numérico y cualitativo es más importante: México y sus ciudades, Guatemala, la Nueva Granada y Quito, Lima, El Cuzco y el Alto Perú, se constituyen en los principales focos de convergencia e irradiación de lo que se llamaría luego el arte colonial. Allí donde el encuentro fue más violento, mayor fue la eclosión artística; y donde la violencia ocasionó un mayor arrasamiento, los templos, ídolos y objetos paganos, fueron sustituidos con igual o superada vehemencia por templos, imágenes y símbolos cristianos.
El encuentro de culturas puede, en consecuencia, medirse bajo estos dos aspectos: por una parte, la eliminación de creencias preexistente y, por otra, la implantación o revitalización de culturas importadas.
Muy diferente es la situación de aquellas áreas en donde no existían sino grupos dispersos, más o menos primitivos. El colonizador, español o portugués, llega y se establece; combate a las tribus dispersas y desorganizadas, a veces con intensas y prolongadas luchas, pero sus conflictos ideológicos son a la escala de las poblaciones conquistadas: sumarios, localizados en secciones reducidas, situados en cada región.
Aparecen de ese modo junto a los grupos europeos, las migraciones negras mediante el comercio de la esclavitud, trayendo el negro consigo, sus ritos, sus costumbres, sus habilidades. Llega como cargamento a las costas y se traslada multitudinariamente a las plantaciones, donde permanece aislado, alejado inclusive del indio. Mas, si bien constituye un elemento de explotación, como lo es el indio, no llega a influir en la producción artística, ni siquiera como mano de obra. El negro guarda tradiciones y costumbres para los de su raza, pero permanece independiente. Este fenómeno es aun más sensible en el Brasil, en donde la empresa de colonización no es oficial sino privada, a cargo de terrateniente, con poderes casi omnímodos y hereditarios, que mantienen al esclavo confinado en las plantaciones, minas y obrajes, sin que a ese prohibido territorio puedan llegar ni siquiera los blancos. Es necesario, pues, el mestizaje posterior de su raza para que, ya mulato, forme parte de la vida cultural y sin gozar nunca de los privilegios del europeo, partícipe en la obra en que está empeñada la sociedad blanca.
RECHAZOS Y ASIMILACIONESNo hay aporte definido del pasado americano en este plan colonial, único en el mundo. México Virreinal crece sobre los derruidos teocallis aztecas; los edificios mayas son olvidados y recubiertos por la selva tropical, las ciudades incas se esconden en el secreto de sus pobladores y raros son los casos en donde el fundador respeta el edificio nativo, o usa los cimientos de la urbe americana para levantar sobre ellos el edificio o la villa española. Acolman aprovecha, interesante excepción, de la planta del palacio original y somete la nueva construcción a dicha planta; mas sólo el Cuzco utiliza los cimientos y base de sus más importantes construcciones para crecer sobre los graníticos muros de palacios y templos del incario, sin destruirlos totalmente.
Pero el plan urbanístico de la colonia, como también las artes plásticas, arrasan todo vestigio de anteriores civilizaciones, porque su objetivo es, inicialmente, extirpar en sus mismas raíces el pensamiento idolátrico, que se opone a la función evangelizadora, y los símbolo imecas de tales cultos paganos.
Cuando alguna vez una forma india, una máscara, un motivo decorativo aparecen, solo se presentan esporádicamente. Tal es el caso, por ejemplo, de ese relieve que reproduce el motivo ritual Chavín, del monolito de Huantar, o el de las sirenas que tocan el charango, en las iglesias de Julí y de Pomata, en el Alto Perú. También, el de aquellos solos de cabeza fajada a la manera nativa, que centran los conjuntos de la decoración serliana del soportal y sotocoro de San Francisco de Quito, como aceptando que la divinidad suprema americana se confunda con la cruz cristiana, debidamente honrada por querubínes circundantes. Tal el caso de los retratos de nobles indígenas que aceptan posar con la cruz en la mano, el sol radiante en el pecho, vestimentas peruanas y escudos nobiliarios; tal el de aquello talladores de Santa María Tonanzintla, que crean su corte celestial indígena, o el del Aleijadinho, que vuelve mulatos a sus evangelistas de San Francisco de Ouro Preto.
Entre los pocos ejemplos en los que el español recoge íntegramente la técnica primitiva y la sigue aplicando, están los casos del kero peruano y de los códices mexicanos: allí no se ha pensado sino en la importancia de tal expresión gráfica, y por algún tiempo esta expresiones, eminentemente mestizas, son continuadas, sea para imprimir en los keros los relieves coloreados de alguna escena de la conquista (sin suprimir las líneas del diseño preincásico ni la flora y la fauna americanas, al extremo de que dichas escenas y no la técnica misma diferencian el kero precolombino de kero mestizo colonial), sea en la admirable continuidad de los códices mexicanos, debidos a monjes y cronistas que, admirados por la eficacia gráfica de aquellos códices, utilizaron a los artistas indios para que relataran en esas seriales dibujadas los diversos pasos de los conquistadores y de los principales personajes que habían intervenido en tales acontecimientos históricos.
Por lo demás, estas contribuciones indias, mestizas o mulatas favorecían el adoctrinamiento y no eran aceptables sino como medios de convicción, como alicientes para atraer la atención desconfiada de los conquistados, o como posición conciliadora de algún monje que quería acelerar sus planes evangelizadores mediante la inclusión, en el follaje ornamental de fachadas y retablos, de figuras vinculadas a los ritos nativos.
Mucho mas libre, en cambio, es la inclusión de flora y fauna americanas en pinturas y relieves. Si bien, en este caso, la "contribución" proviene de una lógica adaptación del paisaje americano a la modalidad plástica europea, no podemos negar que hay una variante evidente de formas y de motivos decorativos: piñas, palmeras, chirimoyas, bananos, aguacates, hojas de tabaco y de apepú, naranjas de Misiones, helechos y papayas, llenan los cestos y guirnaldas, en los que tampoco se han excluido uvas, granadas y melocotones, frutos europeos aclimatados en América. Añadamos que los relieves de agaves o las graciosas flores sagradas conocidas como Nukchú, que una princesa inca mantienen en sus manos.
Asimismo, la fauna de monos, papagayos, pumas, sapientes y aves, indiscutiblemente criollos, como el cuzqueño tunkí, se mezcla al dromedario, al elefante y al unicornio, aumentando la nota de exotismo. De lo contrario, solo por un clandestinaje rebelde, se repiten símbolos paganos, como en la cara posterior de los pedestales que sostienen las columnas de la fachada de la catedral de Tunja, en donde un signo, probablemente calima, rompe la continuidad del ornamento europeo; o en el de dos mascarones indios que reemplazan las hojas de acanto de los capiteles corintios, en un pilar de la merced en Quito.
LA MANO DE OBRA AMERICANALa contribución americana fue esencialmente la mano de obra. Y así lo comprendió el franciscano flamenco Fray Jodoco Ricke cuando, juzgando "que los españoles no iban a querer usar los oficios que supiesen" y menos las poco rentables profesiones vinculadas con el arte, fundó en 1553 el Colegio de San Andrés, primera escuela de artes y oficios de América. En ella, maestros de obra, oficiales y artistas europeos, venidos de Flandes, Alemania y España, enseñaban a hijos de caciques, mestizos y criollos, lo que explica, en parte, la dedicación que, en futuro, artes y artesanías obtendrían de las clases sociales menos favorecidas. Este sistema se repite bajo el patrocinio de otros notables monjes: Pedro de Gante, en México; Basilio de Santa Cruz, en el Cuzco; Julián de Quartas, en Yucatán.
No extrañe, pues, ver, durante los siglos posteriores, en la lista de artistas, maestros de obra y artesanos, desde aquellos indígenas mexicanos que, conocedores de las técnicas de sus antepasados, siguen la tradición secular, y por lo mismo, las formas plásticas de los tlacuilos, o pintores precolombinos, hasta la nómina interminable de artistas indios, mestizos y mulatos, esparcidos en todo el continente: Andrés Sánchez Galque y Caspicara, en Quito, Diego QuishpeTito y Melchor Huamán, en el Cuzco; Juan Huaicán, en Juli; los guaraníes José, el Indio, en Buenos Aires; y Kabiyú, el pintor de Itapuá; y, evidentemente, el Aleijadinho, en Brasil, y sobre todo, esa grey anónima que participó en la construcción de millares de iglesias; en el labrado de fachadas y retablos; en la pintura de decenas de miles de cuadros, y en la talla de imágenes sagradas. El quehacer artístico es casi una exclusividad de indios, mulatos y mestizos. El español o el criollo, descendiente de españoles, están entregados a las preocupaciones del gobierno, al manejo de la economía, a la conducción del clero o la gerencia de encomiendas, minas u obrajes.
LA NOCIÓN DE MESTIZAJE ARTÍSTICO.En ningún caso, pues, habría que disminuir la importancia de esta contribución humana; allí reside el aspecto más notable de ese mestizaje de la creación artística. Si bien es exacto que algunos autores, y entre ellos George Kubler, consideran "un desacierto" la denominación de "mestizas" para algunas obras de arte americano, parece mejor incluir dentro del concepto de mestizaje no solamente el fenómeno de origen racial, sin el resto de actividades humanas, inclusive aquellas del arte, como componentes, todas, de un proceso de "culturas híbridas o sociedades mestizas", dentro de un mundo en el que cada aspecto de la sociedad, cada característica psicológica, cada hecho económico o espiritual, se sucede de un modo particular, que corresponde, precisamente, a esa mezcla de sangres, costumbres, y mutuas asimilaciones.
"La vida colonial fue el teatro histórico del mestizaje", afirma, a su vez, Kubler; y esa afirmación se comprueba por el mismo hecho de que a pesar de la imposición notoria y drástica de los temas y modos europeos no deja de incluirse una serie interesantísima de expresiones plásticas, en esencia mestizas: retratos de mulatas ennoblecidas; mantos de princesa indias que no alteran su vestimenta tradicional; escenas de auténtica historia americana, como las hazañas de los conquistadores, que sirven de pretexto para seguir ilustrando los códices en México; las penosas y trágicas etapas de la " degollación de Don Juan Atahuallpa en Cajamarca", aprovechadas por un pintor peruano; las "paces entre el gobernador de Matorras y el cacique Paikín", pintadas por Tomas Cabrera; San Isidro Labrador en plenas labores agrícolas, ayudado por indios y ángeles cubiertos de ponchos, que siembran maíz en las sierras andinas de un primitivo quiteño; los innumerables pintores que interpretan un grabado flamenco en el cual las clásicas rocas, ciudades y campos de Flandes, incluyen palmeras y árboles de vegetación perfectamente localizables; o en fin, aquellos que incluyen el paisaje, rural y urbano en temas anecdóticos tales como las célebres procesiones cuzqueñas y los relatos gráficos de los milagros de la Virgen de Guápulo, del quiteño Miguel de Santiago.
Es decir, que habría que pensar no solamente en el artista de raza mestiza, sino también en la utilización de temas mestizos. No puede ser de otro modo, teniendo en cuenta que aquellos habilites ejecutores de pinturas y esculturas, recibieron las más variadas influencias, regulaciones y técnicas, las mismas que, a su vez, fueron interpretadas por ellos, con mayor o menor libertad.
Existe, pues, un arte mestizo, como existe una religión mestiza, que une la ortodoxia de los principios impuestos con la nostalgia de los mitos prohibidos; como son políticas mestiza las Leyes de Indias, incontrolables cuerpos legales, elaborados a miles de kilómetros para hacer aplicados y respetados por poblaciones de la más diversa índole. Y por último, no habría que olvidar que el propio europeo, venido de América, que ha cambiado costumbres, gentes y paisajes propios, sufrió el influjo de fuerza ecológica a las que no estuvo acostumbrado y a las que, para imponerse a ellas, tuvo primeramente que someterse y aceptar.
Tal vez todo esto explica por qué, aún en la concurrencia de una mayoría de factores y de elementos plásticos procedentes del viejo conciente, las experiencias arquitectónicas y sobre todo, las decorativas - en manos de arquitectos manieristas, de alarifes mudéjares o de maestros de obra flamencos - , siguieron en América una libertad interpretativa, que es la razón de la acumulación, de la frondosidad, de la mezcal de estilos y formas que hacen del barroco decorativo americano la representación de la exhuberancia y de la fantasía de nativos y europeos establecidos en las colonias.
EL APORTE OCCIDENTALEs hora de referirse a la intervención plástica del viejo continente, en este proceso cultural, durante la colonia. Europa misma es la amalgama de las más contradictorias y diversas influencias. Y la Península Ibérica, en la iniciación de los descubrimientos y de la conquista, constituye el ejemplo más claro de esa reunión de fuerzas y de influjos. El pueblo español, así como el Lucitano, mantienen en el siglo XVI las características de un medievo tardío, que no ha desaparecido ni aún por a creciente presión del movimiento renacentista. Subiste, asimismo, en pleno vigor, la huella de la secular dominación árabe, que ha calado profundamente en el urbanismo, en la arquitectura, en la decoración y hasta en la vida misma de las gentes.
Por otro lado, la expansión y el poder de un imperio donde el sol no se ponía significó la existencia de contactos e influencias procedentes de Flandes, de Alemania, de Italia, y de Europa Central. El artista hispano-portugués sometido a esas presiones, tenía que expresarse, en consecuencia, en forma múltiple y heterogénea. La asimilación de esos diversos elementos se produjo de modo desordenado e intemporal. Al mismo tiempo, se construyó un gótico tardío y en plateresco, en manierista y en mudéjar; al mismo tiempo, se pinto a la manera flamenca o italiana, en el mismo instante, los talleres andaluces, castellanos o lusitanos, producían una escultura de propio e indefinible sabor.
Las distancias americanas produjeron, por su parte, variantes que se acentuaron por el uso de lo materiales al alcance, y sobre todo, por el origen de los maestros procedentes de variadas regiones europeas que instalaron sus primeros talleres en los mas dispersos lugares del nuevo continente.
Así, en lo que respecta a la cultura que aparece en los distintos centros coloniales en el primer siglo de la conquista se comprueba que los imagineros ibéricos surten de tallas y retablos, con incalculable profusión. Y para no citar el caso de los talleres sevillanos, y el de Juan Martínez Montáñes, en particular, he aquí que este, (según afirmación de Morales Padrón) "se mantenía solo de dichos encargos", provenientes de México y de la capitanía general de Guatemala, de Bogotá y de Lima. Y por supuesto inspiraba a innumerables artista, y entre ellos, al Bogotano Pedro de Lugo y Albarracín y al quiteño Padre Carlos. No hay, prácticamente, región en América hispana, que no conserve tal huella: cinco retablos en Santo Domingo, otros en la Catedral de Puebla y en la Concepción, en Lima; Cristos en Guatemala y Quito; inmaculadas en Oruro. Parecida influencia ejercieron Pedro de Mena, Alonso Cano y Gregorio Fernández. De allí que aquella indefinición de la escultura europea del siglo XVI produzca también, particularmente, en el siglo XVII americano, otra "zona de homogeneidad", dentro de la cual una imagen no acaba de perder sus características españolas ni adquiere los elementos formales de la posterior escultura colonial. Ningún elemento exterior delata diferencias u orígenes que solo la documentación es capaz de precisar. Estamos, pues, lejos de poder distinguir la policromía decorativa de una imagen guatemalteca o quiteña, como la haremos a fines del siglo XVII y comienzos del XVIII
La situación es parecida en el caso de la pintura. La mayoría de las obras flamencas, italianas o españolas, remitidas no son identificables. Zurbarán como, Martínez Montañés en la escultura, envió de su taller tantos lienzos, que se ha querido ver en él "al padre de la pintura americana". Queda una ardua labor de investigación para descubrir tanta tabla flamenca, tanta pintura italiana, diseminadas en claustros y museos. La diferenciación se complica si se piensa en el número de artistas europeos que aparecen desde la segunda mitad del siglo XVI: los italianos Angelino Medoro, Matheo Pérez de Alesio o Bernanrdo Bitti, de abundante obra y segura influencia sobre los pintores de Bogotá, Lima y La Paz; el compañero de Cortés, Rodrigo de Cifuentes; el sevillano Alonso Vázquez o el flamenco Simón Pereyns, que inician la pintura mexicana; el español Luis de Ribera, en Qutio, etc.
Pero si aquellos autores fueron los iniciadores de la pintura colonial, debemos encontrar en el grabado la fuente inspiradora de los siglos posteriores. El "catecismo por imágenes", tan del agrado del Concilio de Trento, se extendió por el mundo cristiano. Primer intento de adoctrinamiento universal a base de las posibilidades entregadas por la imprenta, dejó sentir su efecto inmediatamente al generalizarse el sistema en todas las colonias hispano-portuguesas. Solamente la casa Plantin, puso al servicio del grabado religiosos "sus veinte prensas, empleó sesenta y cuatro tipógrafos y recibió en 1541 una orden para dos mil breviarios, seis mil diurnos y cuatro mil misales". Es ésta, al parecer, "la historia más barroca del arte barroco americano: la de este protestante de Amberes que recibió, de los muy católicos reyes, el privilegio de imprimir todos los libros píos, todas las santas imágenes que se distribuían, en su Imperio, a los naturales, para que en ellas se inspirasen".
En efecto, es increíble la abundancia de libros ilustrados, de catecismos gráficos, de tratados de artes que llegan a América y de los que se sirven los artistas para realizar sus propias versiones: El Evangélicas historia imagines inspirado por Ignacio de Loyola; el de De Sancia Cruce de Graetzer, la Biblia polylotta, editada por Plantin; los grabados de los falmencos Van Meere y Simón y del alemán Klauber, los libros impresos de Moretus; las imágenes de Martín de Vos Schelte-Bolswert y los hermanos Wiercix, no son sino unos pocos ejemplos de una lista interminable. Y cuando se habla de la Historia de las santas imágenes, de Molanus, o de Tratado de la escultura policroma de Pacheco, hay que pensar en auténticos recetarios para la confección de cuadros y tallas, ya que en general, tales Tratados no son sino la ortodoxa manera de señalar el color del manto, la longitud del cabello o el matiz del rostro de alguna imagen religiosa, lo que vuelve aún más rígida la sujeción del artista a una obra, destinada, esencialmente, a mantener una devoción, a iniciar a la fe y al misticismo de los católicos, desde México hasta la Patagonia.
Se puede discutir siempre sobre le valor estético del arte americano colonial, ya que se ha de encontrar en cualquier caso la repetición de un motivo y la aparente falta de libertad de aquellos artistas, entregados a las necesidades de la evangelización. Se trata, indiscutiblemente, de un arte repetitivo y recreador. Mas no hay duda de que aquella recreación se efectúa dentro de condiciones locales particulares, en las que interviene artistas diferentes, de modalidades diferentes, casi generalmente indios o mestizos que jamás tuvieron contacto directo con el creador europeo de aquellos grabados. ¡Qué diferentes son, así los enormes lienzos sacados de las estampas de Schelte-Bolswert, que hacen el artista quiteño Miguel de Santiago y el peruano Pacheco, en las galerías de los respectivos claustros agustinianos de Quito y Lima!
Por otro lado, es necesario insistir en que aun los artistas europeos que se trasladaron a América aplicaron modalidades relativamente distintas. Debió haber pesado sobre ellos una ecología novedosa que rompía el mundo del color y de las formas a que estuvieron acostumbrados. Sin trabas, dueños de un nuevo destino, sentirían, desatados de su ligadura europea, de su ancestro secular, la pasión y la realidad del mundo nuevo. Debemos hablar, en consecuencia, de recreación de renovación, de reinterpretación de técnicas que, en cierto sentido, entraban en conflicto en tierra americana.
Si hubiera que ceñirse al concepto de "museo imaginario" que André Malraux considera como la característica de la expansión y de la interrelación del arte; el contacto y la influencia de artistas y técnicas no anula la posible originalidad. El "no hay nada nuevo bajo el sol" se vuelve evidente con la apertura de las colonias a ese arte foráneo, el mismo fruto de la vinculación producida en Europa entre las modalidades plásticas góticas, renacentistas, manieristas y barrocas.
Habrá que referirse también a ciertos contactos ocasionales con Oriente. El comercio de Indias y la vinculación que se establece con los países asiáticos, lleva y trae, de 1565 a 1821, barcos repletos de sugestivas mercaderías. Desde Filipinas las naves transportaban hasta el Callao y Acapulco, en un ilegal intercambio, productos de la India, la China, Siam y Bengala, y volvían con el oro y la plata de Potosí y Guanajuato.
Generalmente aquel comercio dejó entrar en forma clandestina un contrabando de especería de estatuas, de sedas, de miniaturas de marfil o de porcelanas. Y esos nuevos elementos determinaron en alguna forma la alteración de los modelos europeos. Aquellas Inmaculadas de Bernardo Legarda, por ejemplo, ¿no tienen una atmósfera de bailarinas siamesas? ¿No existe, por otra parte, una extraña familiaridad entre los Profetas del Convento de los Teatinos, en Goa y aquellos de Congonhas do Campo?
Habrá, pues, que admitir, en el Brasil el hecho de que, sea a través de gentes de la India portuguesa, llegadas a Minas Gerais, sea por un camino más largo, de Goa a Portugal y de allí, al Brasil, cierto gusto por lo oriental eventualmente se trasluce. Por ejemplo, en Nuestra Señora de la O en Sabará, donde no solamente la torre de la minúscula iglesia recurva sus techumbres, con la clara insinuación asiática de una pagoda, sino donde los decoradores ornamentan sus cartelas con formas chinescas inconfundibles.
Todo ese enjambre de elementos concurrentes, de por sí confuso, aumentó el desconcierto con que el indio o el mulato habrían de aceptar las normas artísticas de los conquistadores. Ausentes y presentes, las manos indígenas tuvieron que captar (con rechazo en un comienzo, y al fin, de buen grado), esa voluptuosa sensación de novedad, tan ajena a su mundo propio, a su manera de pensar y a su mentalidad ancestral.
Esa habilidad artesanal, esa disposición espiritual, esenciales aportes primeros del indio a la obra plástica de la Colonia, debieron chocar por mucho tiempo antes de que se recuperasen su personalidad y su dignidad artística propias.
A más de anónimo, el arte inicial americano tuvo, en un principio, que ser impersonal, casi automático. Por supuesto, aquel automatismo, aquella repetición del grabado o de las escasas pinturas y esculturas que llegaron a América sufrieron nuevas alteraciones por el comercio interregional americano o por el traslado de los maestros europeos de un sector a otro. El arquitecto Becerra hace obra en Tepoztlán, Puebla, Bogotá, Quito y Lima; los pintores Bitti y Medoro dejan huellas en Bogotá, Lima y La Paz; los portugueses Manuel Couto y Manuel Dias aparecen en el virreinato de Buenos Aires; y el quiteño Bedón aprende en Lima sus técnicas y vuelve con ellas a su ciudad. Y si se reitera la abundante presencia de obras de Zurbarán y del Montañés en México y Centroamérica, en Nueva Granada y en el Perú, ya existen nuevas razones suficientes para encontrar constantes, supervivencias y continuidades en el arte hispanoamericano.
Más lo interesante no son tanto aquellas constantes, cuanto la forma intemporal en que las influencias se presentan y se aplican. Ajena al tiempo y confiada a talleres, la producción hispanoamericana constituye un proceso casi industrial. No extrañe así que los fondos de paisajes flamencos aparezcan indistintamente en las más alejadas zonas Tal es el caso de esa Vendimia mística, inspirada en un grabado de H. Wierix, repetida por Diego de Borgraf en el siglo XVII en Puebla por un artista cuzqueño, en la iglesia del Pilar, de Lima, y por A.S. (probablemente Antonio Salas), en el siglo XIX en Quito; que el Santiago Matamoros, grabado por Plantin, persista desde el siglo XVII hasta mediados del XIX; que las decoraciones platerescas, abundantes en México en el siglo XVI y comienzos del XVII, aparezcan en Quito sólo a comienzos del XVII; que el barroco brasileño repita sus diseños de fachada, incansablemente; que las formas mudéjares, tan arraigadas en siglo XVI, sigan gustando dos siglos después; que la huida a Egipto, interpretada por Juan Rodríguez en México, y por Quishpe Tito en Lima, se mantenga con iguales características durante más de dos siglos; que la Sagrada Familia de Martín De Vos sea repetida por Tito Quishpe; que fórmulas casi bizantinas reaparezcan, primitivas, en la Trinidad Tricéfala o en los Dos Juanes del Cuzco; que la modalidad triangular de la Guadalupana española inspire inicialmente a México y se repita incansablemente en todo el virreinato del Perú bajo múltiples advocaciones mucho después de la interpretación mexicana; que los Cristos de la Pasión varíen apenas entre sus modelos españoles y aquellos de Comayagüela, de Taxco, o del propio Cuzco.
Hay que reconocer que estamos frente a normas de ortodoxia similares, dictadas a miles de kilómetros, para ser ejecutadas por artistas, separados entre sí, de continente a continente, con el fin de incitar y mantener la devoción de los creyentes. No se puede, en consecuencia esperar sino procesos ajenos a ritmos de asimilación, que aparecen, aquí o allá, fuera asimismo del tiempo, marcados apenas por peculiaridades regionales que bien pueden ser las del uso de un material diferente, más o menos propio de la zona; piedra de huamanga en el Perú, balsa en Quito; sillar en Lima, raíces de árbol en Guatemala, mangle en el Brasil; lo que tiene alguna vinculación con la ecología característica del lugar. En este sentido, si existe una indefinición, si existen zonas de homogeneidad entre el arte español del XVI y el americano de fines de ese siglo, también existen tales zonas, dentro de la propia América colonial, cuyos productos artísticos no respetan cronología ni espacio y son confusos, hasta el extremo de que muchas veces es difícil distinguir la procedencia de una u otras piezas, tan similares son entre sí.
Cuando Erwin Walter Palm, refiriéndose a la pintura colonial, expresa: "... la pintura en las provincias americanas de España está esencialmente limitada al arte religioso y dentro del arte religiosos, limitada, en general, a la ilustración de escenas del Nuevo Testamento o de la Vida de los Santos", y comprueba, asimismo que " está entregada de lleno a la reproducción de un temario devoto", ésta es una afirmación bastante exacta; y también es exacto que la evasión hacia los temas paisajes, costumbres, mitología y desnudo, es únicamente excepcional, al constituir ese temario colonial un instrumento de catequesis. Mas este fenómeno, si bien es casi exclusivo en América, no deja de ser generalizado en buena parte de Europa. Palm afirma con razón que, "el indio asimila rápidamente las técnicas europeas y se transforma en un artesano habilísimo al servicio de las órdenes religiosas. Está tan entregado a la reproducción de los modelos metropolitanos como lo están sus colegas españoles y criollos".
Mas resulta extraño que el citado autor pida, como modelos de creación artística, "mitología y desnudo mitológico". Había que desear que los pintores americanos prefirieran los temas de su ecología: paisaje, gentes. Mas, ¿por qué criticar el uso exclusivista del tema religioso y pedir, en cambio, el mitológico, ése sí tan lejano a la raíz americana y, por lo mismo, tan poco auténtico? Por otro lado hay que convenir con el citado autor en que tanto en América como en España faltó la presencia de artistas de tema civil, tales como Velázquez, y que "la sensibilidad en el mundo hispánico, no sólo está condicionada por una censura moral y religiosa, sino que está sujeta a una graduación jerárquica, que a la Corte concede lo que escatima a los demás". Ese acendrado y opresivo misticismo fue, precisamente, el punto central de una producción artística peculiar de la mentalidad española y de las colonias hasta mediados del siglo XVIII, cuando los contactos intelectuales con Francia y con las ideas de la Enciclopedia se tornaron más sensibles.
No parece, sin embargo, que aquellas comprobaciones, o las que consideran el caso americano como un fenómeno provinciano, en donde ninguna de las pinturas "sobrepasa la calidad de un buen trabajo de taller europeo", puedan tomarse como una fórmula de menosprecio. La determinación de "escuelas" productivas de pintura o de escultura tiene que ver con una localización geográfica, lo que explica que los cuadros "provincianos" cuzqueños, bogotanos, mexicanos o de Potosí puedan tener ciertas características propias y ciertas diferencias.
Parece, pues, injusto, creer que ha desaparecido la "voluntad creadora". Discutirla sería como discutir la sujeción cortesana, burguesa o aún religiosa del propio pintor europeo. El retratista entregado a hacer el álbum familiar de un monarca; aquel que recubre el domo de una iglesia, de acuerdo con normas ortodoxas impuestas por el obispo o por el Pontífice; o en fin, el que traslada al lienzo las vanidosas figuras de los enriquecidos burgueses flamencos, ha puesto la "voluntad creadora" al servicio de una imposición económica. Esa voluntad es tan sumisa como la del mestizo que pinta para la catequesis y la religiosidad.
Hace falta recordar también que muchas veces la repetición puede resultar digna de ser tomada en cuenta como simple explotación de un recurso plástico. No ha extrañado hasta ahora que el tema de las lanzas, que proviene cronológicamente del mosaico griego del Triunfo de Alejandro, se reitere con Velázquez en La rendición de Breda; en La ronda nocturna, de Rembrandt; en la Batalla de San Romano, de Paolo Uccello; en el grabado de Schelte-Bolswert sobre la victoria milagrosa del Duque de Mantua, Astolfo II, sobre los moros. Este tema es, en fin, reproducido por Miguel de Santiago en el claustro de San Agustín de Quito. Se trata, en efecto, de un arte repetitivo y de "una práctica generalizada que no debe extrañarnos y cuyos frutos han sido, a menudo, obras de gran belleza y de exótico mestizaje..."
Sería fundamental referirse, aunque fuera brevemente, al caso particular del Brasil, y en especial a la región minera e ese país. Los elementos lusitano y negro, que entran en conflicto en las colonias portuguesas, provienen de continentes diversos. El negro, como antes se había dicho, y como sucede asimismo en todos los países de población negra de Hispanoamérica, se mantiene aislado de los restantes grupos humanos. Es simplemente mano de obra para ciertos trabajos especiales, y ningún contacto le está inicialmente permitido. Sin embargo, la mezcla se efectúa, la unión de sangres sigue ese proceso de mestizaje que no detienen legislaciones ni prohibiciones de casta o ley. Del mismo modo que el español se funde ilegal y libremente con la raza india, el portugués lo hace con la negra.
El negro puro no admitió nunca tal fusión; se alejó en lo espiritual del blanco mientras que físicamente sus mujeres sucumbieron. Y tuvo que ser la generación que sucedió a aquel aislamiento la que pasó a participar, sin nunca ser admitida en igualdad social, en la elaboración de un país que, desde entonces, ya fue el fruto de la más impresionante amalgama de gentes. Los grupos negros, sin embargo, permanecieron unidos, y si aceptaron la religión de los amos, fue después de conformarla a ritos africanos, convirtiendo su cristianismo en una particularísima forma de creencia, mitad misterio, mitad magia, más fórmula ceremonial que filosófica, más danza y movimiento que estática contemplación.
El cristianismo africanizado pasó a constituir, desde la más remota época, una religión aparte, con sus ritos, sus santos y sus solemnidades. Fue religión privativa, excluyente y rígida, lo mismo en el Caribe que sobre los territorios brasileños.
Las iglesias que recibieron a la población de color eran tan excluyentes, como discriminatorias fueron las iglesias de la población blanca. En constante "competencia de vanidad", competencia de altares; en el deseo de superar, "el negro al blanco, el minero al funcionario, el nuevo rico al noble", Arthaud y Calí atribuyen a estos múltiples conflictos el haber sido "los grandes estimulantes del arte en esta parte del mundo".
Otra importante característica es la de la ausencia de comunidades religiosas, resultante de la prohibición que los monjes tienen de ir a los sectores de minas. Tan sólo el párroco y el obispo dominan la vida cristiana. Y el párroco como el obispo, son dóciles funcionarios del rey de Portugal. No hay que contar, en consecuencia, con esa arbitrariedad característica de las órdenes regulares y de las comunidades, típicas en el mundo hispanoamericano. Cuando en el Brasil el cura o su superior jerárquico quieren construir una iglesia, sólo "un tribunal especial", creado por Juan III en 1532, es el que da la última palabra sobre el plano y las características del templo que se solicita.
Esto explica que el barroco brasileño este mucho más sometido a los patrones europeos que el mexicano o el peruano. Y si la arquitectura sigue en el Brasil un ritmo tan similar al portugués, la pintura y la escultura se adaptan a la arquitectura y actúan como sus complementos. Es interesante, en consecuencia, comprobar que la mejor pintura brasileña es aquella producida sobre los domos, de cañizo y tabla, de las iglesias. Allí están los frescos de Nuestra Señora de Nazaré, en Cachoeira Do Campo; los de San José de Lagoa, en Nova Era; los de San Antonio de Itaverava, o los de la iglesia matriz de San Juan del rey. Y en la escultura, allí están las esplendorosas puertas de San Francisco y del Carmen, en el citado San Juan del Rey, o la decoración alegórica de los interiores de las mejores iglesias brasileñas.
Parece como si un solo sentimiento hubiese inspirado todos los aspectos de la plástica, de modo que la vinculación es evidente entre la pintura, y la escultura, componentes claros de las formas arquitectónicas.
CONCLUSIÓN
Es, pues, esencialmente conflictivo el arte iberoamericano. Si muchas veces las expresiones formales no denotan a las claras un mestizaje de formas, no se puede dudar de que aquellas son el fruto y el resultado espiritual de un continente que creció desde sus comienzos bajo el signo de un mestizaje generalizado. Tal vez acaso lo más importante de dicha plástica no sea la producción académica, que muchas veces no escapa a las fórmulas simplemente repetitivas. Pero no hay duda de que frente a una escultura o a una pintura colonial se ha de encontrar una atmósfera diferente que, aun cuando de inspiración europea, tiene un ambiente a veces indefinible de sabor americano.
Ese barroco personalísimo, en gran mayoría obra de gentes sin mayor oficio, de artesanos y artistas anónimos, no siempre parece del agrado del espectador erudito. Pero en sí mismas esas tallas, imágenes o pinturas son el testimonio de los tres siglos de una colonización que, en definitiva, es el despertar de un continente nuevo. A veces simples testimonios humanos, aquellos trabajos generalmente humildes llevan en sí el mensaje de ese habitante primitivo, cuya fabulosa tradición milenaria se vuelca de esa manera en la desconcertante y sorpresiva mentalidad del hombre de Occidente.
Desconcertante y sorpresiva mentalidad del hombre de Occidente.
literatura: AGUILA, NOPAL Y CRUZ
Águila, nopal y Cruz.
Es bien sabido que el motivo que actualmente ocupa la parte central de la bandera mexicana tiene su origen en el pasado mexica. En efecto, las distintas versiones acerca de esta tribu náhuatl refieren que ésta salió de la cueva mítica de Chicomoztoc, en el oriente del país, guiada por el dios tutelar Huitzilopochtli, en busca de la tierra por él prometida. Los mexica debían reconocerla al descubrir precisamente un nopal encima del cual un águila sostendría una serpiente en su pico. Al llegar al valle de México, entonces ocupado por amplias lagunas, habitado por numerosos pueblos ribereños, los mexicas divisaron el ave anunciada en medio de uno de los lagos y al cabo de muchas vicisitudes lograron imponerse a sus antecesores y establecerse. Según la tradición, la visión se produjo en lo que hoy es la parte sureste de la plaza mayor de la ciudad de México, que luego fue parte del gran centro ceremonial de los advenedizos y, después de la Conquista, de los españoles.
Los distintos motivos que integran el conjunto aquí estudiado tenían, en la cosmovisión mexica, un significado preciso: el glifo que significa "piedra", emergía de las aguas y, encima de él, el nopal, considerado como árbol del sacrificio, estaba cubierto de tunas, o sea, de los corazones de los sacrificados. El águila, por su parte, estaba relacionada con el dios solar y tribal Huitzilepochtli, y después de la evangelización un proceso sincrético lo convirtió en uno de los símbolos de la resurrección de Cristo y, desde luego, en el de San Juan Evangelista. La serpiente, en cambio, de tanta relevancia en las religiones mesoamericanas, parece haber sido secundaria. Algunos códices en los que aparece el águila encaramada en el nopal en medio de la laguna prescinden de ella, mientras otros la sustituyen por un pájaro.
Treinta y cinco años después de la toma de Tenochtitlan y sin que sepamos a ciencia cierta lo que aconteció con este símbolo en los años que siguieron a la conquista, el nopal lleno de tunas se levantó nuevamente sobre el glifo de "piedra", nada menos que en las armas del granadino Alonso de Montúfar, segundo arzobispo de México. ¿Cómo explicar esta resurrección y, sobre todo, en semejante lugar?
El nombre de la ciudad (Tenochtitlan) está compuesto de la palabra "tetl", que quiere decir "piedra", de "nochtli", o sea "tuna", y del locativo "tlan". Tenochtitlan significa por tanto "donde está el nopal silvestre" y elude al mito mexica de la fundación de la ciudad. Ahora bien, durante los primeros años de la conquista los documentos y cartas oficiales y privados solían estar fechados y referirse a "Tenustitlán", o "la gran Temixtitlán", lo que atestigua el uso del término mexica por los españoles. Pronto se añadió el de "México", quizá la traducción náhuatl del nombre otomi del lugar, (por ser los otomíes unos de los primitivos habitantes del valle), en la fórmula "MéxicoTenochtitlán /Temixtitlán /Tenustitlán", que perduró hasta bien entrada la segunda mitad del siglo. Por otra parte, sabemos que las parcialidades indígenas de la ciudad y de sus contornos conservaron sus "insignias" y "estandartes", que solían mostrar en las fiestas cívico-religiosas. Las insignias estaban ligadas a las jerarquías indígenas y llevaban dibujos y "jeroglíficos" que permitían identificar cada grupo y señorío. A nadie se le ocurrió tratar de suprimir estos usos indígenas, en la medida en que no eran desconocidos en la tradición europea medieval y renacentista, en que resultaban útiles para distinguir las parcialidades y pueblos y también porque los símbolos representados en los vistosos estandartes carecían de significado y por tanto de peligro, al menos ante las autoridades civiles y la mayoría de las religiosas.
Estas razones movieron a Alonso de Montúfar, arzobispo de México-Tenochtitlan, artífice de la iglesia novohispana a costa de Los "ulares y prometor del culto a Guadalupe de Tepeyac, a colocar en 1566 el glifo de "piedra" y el nopal cubierto de tunas bajo sus armas personales, en las Constituciones del Arzobispado y provincia de la muy insigne y muy leal ciudad de Tenuxtitlán México de la Nueva España. La decisión de Montúfar de añadir parte de los símbolos antiguos de la ciudad a sus propias armas corresponde a la realidad sociopolítica aquí mencionada y a una estrategia determinada en el marco de sus luchas y propósitos.
En la década siguiente, dos fechas marcan la reaparición o difusión del conjunto iconográfico. El Códice Osana (1564) muestra a los ejércitos mexica enarbolando un estandarte con el águila y el nopal durante la campaña en la Florida (1559-1560) y los Anales de Juan Bautista refieren cómo el domingo 14 de abril de 1566, día de la Pascua de la Resurrección, se estrenó en el Tecpán de México un lienzo en el que podía verse a todos los señores que habían gobernado la ciudad desde su fundación; éstos llevaban como emblema el tenochtli, mientras las armas del emperador Carlos V ocupaban el primer término. Aquí asistimos, como en las armas de Alonso de Montúfar en las Constituciones, a un interesante proceso donde los conjuntos simbólicos indígena y castellano no sólo coexisten en un mismo plano sino que tienden a formar uno nuevo.
Esta misma tendencia se refleja en las fiestas religiosas en las que los cantares prehispánicos volvieron a oírse, aunque ahora para honrar a los sobrenaturales cristianos. El cronista Juan Bautista de nuevo señala que para celebrar la fiesta de Reyes del 6 de enero de 1565, se cantó el famoso canto de los pescados y que al año siguiente, con ocasión del obsequio que hizo Alonso de Villaseca de una estatua en plata de la Virgen al santuario del Tepeyac, hubo danzas y "el canto de los pescados lo cantaron los mexicanos y los tlatilolcas el Canto de Guerra". Algo semejante se produjo con la danza de los voladores; de clarísima procedencia idolátrica y por ende prohibida en los primeros tiempos, que sin embargo volvió a verificarse al menos a partir de 1566, al parecer durante fiestas de carácter cívico por lo tanto asistimos, a principios de la segunda mitad del siglo XVI a una reaparición y recuperación oficial de símbolos y prácticas relacionadas con la antigua idolatría. Estos son deliberadamente integrados por autoridades civiles y sobre todo religiosas en marcos y estructuras cristianos, tales como fiestas, celebraciones, expediciones, armas arzobispales, etc.
La década siguiente señala una aceleración y profundización de este proceso. Aparte de los consabidos cambios que modificaron sensiblemente la situación política y administrativa del virreinato en las postrimerías del siglo, sólo recordaré los que interesan directamente al tema aquí tratado. Por lo que se refiere a la población de la Nueva España, el periodo corresponde a una baja dramática del sector indígena, diezmado por reiteradas y mortíferas epidemias mientras la población española, peninsular y criolla, y sobre todo la de los mestizos y mulatos, emprende un ascenso cada vez más acentuado. Las órdenes religiosas que habían llevado a cabo lo esencial de la evangelización en el altiplano y el sur del país y cuyo imperio había empezado a ser reducido por Alonso de Montúfar, se vieron paulatina aunque sistemáticamente sustituidas por los seculares. Este proceso coincidió, al menos para los franciscanos, con un desengaño claramente expresado, ante la superficialidad y fragilidad de la labor misionera hasta entonces desempeñada y el sufrido por parte de la Corona, deseosa ahora de entregar los destinos de los dos grandes virreinatos americanos a una burocracia civil y eclesiástica estrechamente controlada. En este contexto (1572) llega la Compañía de Jesús a la Nueva España.
Unos pocos años le fueron suficientes para juzgar la situación, los retos que implicaba y concebir los mecanismos para enfrentarlos. Noviembre de 1578 es una fecha clave para el proceso aquí estudiado. La ocasión fue proporcionada por la recepción de una impresionante cantidad de reliquias enviadas por el Papa Gregorio XIII a la Compañía de Jesús establecida en México, que debía repartirlas entre los templos y conventos de todo el virreinato, con el fin de difundir una piedad de sello tridentino. El envío y la recepción resultaban lo que llamaríamos hoy en día una operación de prestigio para los jesuitas entonces en pleno auge, que manifestaba el apoyo otorgado por el Papado a sus nuevas empresas. El relato pormenorizado de estas fiestas, cuya celebración ocupó una semana entera, permite apreciar el papal fundamental desempeñado por estos religiosos en la recuperación de elementos culturales y religiosos indígenas y la formalización de conjuntos simbólicos dotados de un dinamismo trascendental, como lo demostró la historia.
La actitud de los jesuitas hacia la ciudad de México y la Nueva España en general no puede sino llamar la atención, porque ilustra la manera como recuperaron los símbolos indígenas. Pese a ser la última de las grandes órdenes llegadas a México con fines evangelizadores, los hijos de San Ignacio no dudaron en proclamarla suya: en la portería de su Colegio se levantó un arco dedicado al Papa Gregorio XIII, donador de las reliquias, adornado de esta manera:
A la mano siniestra de S.S., estaba la Ciudad de México con su laguna cercada de montes, Volcán y pueblos de indios que iban de una parte a otra y estaban con sus canoas pescando en la laguna: y a la mano siniestra estaba V.P. de rodillas, con otros tres de la Compañía. Su Santidad con la mano derecha daba a Vuestra Paternidad un cofre y en ellas sanctas reliquias, diciendo con esta letra. De la festividad onite Arcam in Sanctuario. Y con la izquierda señalaba a la Ciudad de México y Nueva España diciendo con letra In Novam Hispaniam... V. P. y los nuestros con acento de humildad y agradecimiento, puestos los ojos en Su Santidad, recibían con ambas manos el sagrado tesoro diciendo Ut in habitet gloria in terra nostra. Y mostrando los de acá excesiva alegría de tan grande merced y del mucho fruto que por medio de los Santos de allí adelante se había de hacer en esta tierra decíamos Iam terra nostra dabit.
Como en los cronistas franciscanos, la valoración del país, expresada aquí por medio de la descripción complaciente de la capital en su entorno natural y humano, se acompaña de una apropiación del mismo a través de la obra evangelizadora, aunque ésta no sea aún más que un proyecto. Por tanto, el hecho de encontrar nuevamente el mismo mecanismo de apropiación identificación-valorización (terra nostra) y de evidentes orígenes religiosos, muestra que éste fue uno de los dos factores más eficaces de la creación de una conciencia novohispana.
La ciudad de México estuvo también representada "con sus montes y sus llanos" en el tercer arco dedicado a los apóstoles y en un altar de San Hipólito, patrono de la Nueva España. En caso de que se tratara del país el dato sería sumamente importante puesto que sería sin duda la primera vez que se daría al virreinato entero el nombre de la ciudad, apareció vestida "de español e indio (denotando la variedad y mezcla de gentes que en sí tiene)". Se puntualiza que la "ropa de dentro" era España mientras que el huipil era indígena (las comillas son mías). En fin la ciudad-o el país-llevaba en sus manos sus propias armas es decir el tunal y el águila.
Este símbolo no podía faltar y de hecho la procesión había sido encabezada por un "paseo de los estudiantes y la juventud mexicana" que llevaba un cartel relativo a la justa literaria y certámenes en honor de las reliquias. Dicho cartel tenía
tres varas de alto y dos de ancho, en el cual y van las armas de la ciudad, que en una planta de Tuna campestre en medio de una laguna y encima de ella una Águila con una Culebra en el pico...
El tema del tunal primordial apareció nuevamente de manera significativa, si recordamos la relación simbólica de este cactus como el "árbol del sacrificio", representando las tunas, los corazones de los sacrificados. Ahora bien, el cronista jesuita describe, entre el sin números de elementos didáctico- decorativos que se podían apreciar los distintos arcos, una cruz en la cual
Estaba un Tunal (que es un árbol de donde se coge la grana en esta tierra, de entre las espinas muy agudas que tiene) y a la otra parte, la Corona de espinas ensangrentadas, y abajo esta letra
De estas espinas se coge
Grana tan fina y tan pura
Que tiñe la vestidura
De aquéllos que Dios escoge.
La reaparición del tema sacrificial del tunal y sus frutas, mediante las alusiones a las espinas y la sangre, dentro de un marco ahora cristiano, resulta revelador de la manera en que los jesuitas, confiados en que la vieja idolatría había sido del todo desterrada, no dudaron en adoptar los símbolos antiguos. En efecto, partiendo de su significado idolátrico, los articularon con un equivalente cristiano (la corona de espinas), valiéndose de las correspondencias simbólicas entre espinas y sangre grana, dentro de un marco a la vez sacrificial y elitista. De esta manera conservaron lo esencial del viejo mensaje idolátrico al que superpusieron un significado cristiano, confiriendo finalmente al conjunto la nueva legitimación que le permitiría desarrollarse más adelante.
Pero la orden de San Ignacio no limitó sus aspiraciones a la sola ciudad de México. En el tercer arco dedicado a los apóstoles y por tanto al tema de la evangelización, además de unos versos relativos a Goa, Japón y China, en donde la Compañía estaba presente por las mismas fechas, se podían observar las representaciones antropomórficas del Perú, de algunos de los principales ríos de México, de Campeche, Guatemala, con la presencia significativa de productos autóctonos como cacao, chocolate, achiote, un tecomate, etc, en un afán por ensalzar lo específicamente americano. La Nueva España se dejaba ver
En figura de una muy hermosa mujer con ropas rocagantes de prosperidad, los ojos muy modestos y en la mano derecha sus propias armas, que son una Tuna campestre y un Águila... (El subrayado es mió).
Aparte de la alusión a la "prosperidad" del virreinato, tema recurrente desde los conquistadores y que se irá convirtiendo en una de las banderas criollas del siglo XVIII, observamos aquí el proceso particularmente interesante que subrayamos líneas arriba: hasta donde se sabe, es la primera vez que las armas propias de la ciudad de México se convierten en las de toda la Nueva España, adelantando y hasta preparando la situación que llevaría al México independiente a adoptarlas como símbolo del nuevo país.
El desafío fue bien entendido por los principales rivales de la Compañía, los franciscanos, los primeros en desarrollar estrategias sincréticas en el altiplano y que se consideraban, con bastante razón, los artífices de la nueva cristiandad. Debilitados por los ataques concertados de las autoridades civiles y eclesiásticas que buscaban restringir el poderío y la enorme influencia de los mendicantes en el virreinato, irritados por la llegada de la dinámica Compañía de Jesús que venía de hecho a competir con ellos en lo que consideraban su feudo, percibieron la novedad e importancia de los métodos empleados por sus rivales y pronto trataron de competir con ellos en el mismo terreno. Así, en 1593, con ocasión de la fiesta de san Francisco el 4 de octubre,
Se estrenó el Aguila que pintaron los pintores y consistió en colocar este animal sobre un tunal de piedra, cargando a San Francisco sentado y puesto todo a los pies de una hermosa cruz. Esta pintura fue admirada de todos.
Asistimos aquí a la recuperación por los frailes menores del complejo piedra / tunal / águila, tan brillantemente inaugurada por los jesuitas unos quince años antes. El imperialismo franciscano respondió al jesuita (terra nostra) al colocar a San Francisco en una posición intermedia entre el tunal, representando obviamente al mundo indígena prehispánico, y la cruz. En otras palabras, el mensaje que se desprendía de esta representación era el siguiente: los indios recibieron la fe cristiana por medio de San Francisco.
El año siguiente,
El día sábado que es hoy a diez y nueve de marzo de 1594. día de San José se estrenaron un librillo encarnado damasco en que se escribió y apuntó todos los caballeros que sucesivamente fueron gobernadores aquí en México y la descripción del águila en que está sentado nuestro padre San Francisco y se halla al pie de la cruz, teniendo en la mano este santo un papel en ademán de estar leyendo.
Cabe notar que en una traducción ligeramente distinta que Miguel León Portilla hace de este mismo texto, el paño rojo de damasco que cubría la nueva bandeja estaba pintado con el símbolo del fuego. Este detalle no deja de ser revelador, ya que San José fue a menudo asimilado al dios del fuego, Huehueteotl, porque ambos personajes solían ser representados bajo la apariencia de ancianos. Tenemos aquí un ejemplo más de sincretismo guiado o por lo menos tolerado por los franciscanos, que nos remite a una antigua estrategia, en su momento adoptada por los jesuitas del nopal / cruz de espinas.
El estreno de este conjunto tuvo lugar para festejar el día de San José, bajo cuya advocación se encontraba la primera iglesia fundada por Pedro de Gante para los indígenas, San José de los Naturales. La misma representación de San Francisco como mediador se enriquece aquí con la pintura de los señores gobernadores de la ciudad de México, manteniéndose los franciscanos dentro del ámbito estrictamente indígena que siempre había sido el suyo y que intentaron reservarse. Este punto traduce a la vez la fidelidad de los hijos de San Francisco, considerados desde el principio como ardientes indigenistas, pero revela asimismo su incapacidad por asimilar y aceptar la nueva realidad de un virreinato en vías de volverse mestizo, lo que sí captaron en seguida sus rivales jesuitas.
Hasta ahora, la mayor parte de las representaciones de los símbolos de México se había manifestado en construcciones efímeras, arcos de la procesión de las reliquias, armas que llevaban los personajes alegóricos que intervenían en obras teatrales. Las pinturas franciscanas realizadas por los pintores indígenas de la escuela abierta por Pedro de Gante inauguran una etapa en la que dichos símbolos tienden a adquirir un carácter duradero, aunque no perenne. Sabemos por ejemplo que el santuario de María de los Remedios, al noroeste de la ciudad de México, y cuya Virgen era objeto de un culto tan o más ferviente que la Guadalupe del Tepeyac a finales del siglo XVI, estaba adornado en 1595 con varias pinturas de Alonso de Villasana, entre las cuales se podía distinguir el nopal y su inevitable águila. La presencia de este símbolo se imponía en semejante lugar puesto que la Virgen de los Remedios era la patrona del cabildo de la ciudad a la que protegía eficazmente, en particular contra las sequías.
A principios del siglo siguiente, en 1610, para la doble ocasión de la inauguración de la Profesa y de la beatificación de San Ignacio, la Compañía de Jesús volvió a promover largas y suntuosas fiestas en las que los elementos indígenas tuvieron particular relieve. El cronista jesuita Andrés Pérez de Ribas refiere que
por remate de este día nono, al salir de la Misa Mayor, comenzó a entrar por una de las puertas de nuestra Iglesia un mitote de la nación mexicana (es baile que usaba en su gentilidad esta grande nación); en él, salieron mil trescientos indios, muchos de ellos con tilmas de tafetán y damasco, rica y hermosa plumería que ellos estiman en mucho, grandes invenciones y figuras salvajinas, danzando todos con tanto orden y tan a compás, a son de sus teponaxtlis (que es un género de tambores sonoros de madera que usa esta gente), que con ser tanto el número de ella, guardaba un muy uniforme compás. Entre esta multitud de gente. Venían sus caciques y principales gobernadores; llegaban de dos en dos, abatiendo los estandartes que cada pueblo traía, y eran más de treinta, hacían una profundísima reverencia al santo Patriarca (se trata de Ignacio de Loyola, nota mía). Hasta tocar casi con las manos y frentes en el suelo y salieron sin perder el orden que habían traído por la puerta contraria de la Iglesia y llegaron a la plaza mayor de esta ciudad, y desde ella a otra que llaman delVolador, donde desde un balcón de su Palacio los aguardaba el Virrey y el Presidente de Guadalajara y Visitador Don Juan de Villela, con otros personajes. En llegando a esta plaza el célebre mitote, habiendo puesto en medio de ella un estandarte grande de damasco azul, en que por ser de los mexicanos estaba bordada el águila y el tunal. Armas de México, comenzaron en un círculo grande a danzar a su antiguo uso, cantando juntamente los más ancianos en su lengua y algunas canciones devotas, debajo del estandarte de damasco que estaba en medio del círculo y rueda que formaba el baile. Fue ésta una de las cosas que más admiró en esta fiesta, porque con haber pretendido otros Virreyes en ocasiones de grandes fiestas juntar este mitote con esta grandeza nunca pudieron salir con el intento. Y así confesaban los indios viejos, que desde el tiempo del Marqués del Valle, que fue el que ganó esta tierra, no se había juntado tan numeroso y celebre gentío mexicano, ni se había visto cosa semejante.
Esta larga cita exige algunos comentarios. En la medida en que los relatos y crónicas nos ilustran al respecto, parece ser una de las primeras veces que los estandartes distintivos de los pueblos indígenas aledaños, entre los cuales se distingue el de la nación mexicana con sus armas, penetró en el recinto de una iglesia, aquí, la de la Profesa, templo jesuita cuya dedicación se festejaba precisamente en agosto de 1610. (En 1558, para las honras fúnebres de Carlos V, también parecen haber penetrado los estandartes indígenas en la iglesia de San Francisco).
El abatimiento de estas insignias ante la figura de Ignacio de Loyola y la reverencia que le hicieron todos los indígenas equivale, en un plano simbólico, a las representaciones franciscanas de 1593: en efecto el nopal / águila bordado en el estandarte mexicano se humilló a los pies de la imagen del fundador de la Compañía, como se halló a los pies de San Francios, estableciéndose claramente la filiación y la jerarquía de los dos conjuntos iconográficos. Al mismo tiempo, el cronista jesuita contemporáneo encarece al grupo mexicano, refiriéndose a éI como a una "grande nación".
La segunda parte, aparentemente de carácter laico, de la fiesta multitudinaria no deja de ser interesante. Después del homenaje rendido en la Profesa, los indígenas se dirigieron a la plaza del Volador, contigua a la Plaza Mayor y a Palacio, desde cuyos balcones el mismo virrey y las principales autoridades presenciaron el espectáculo que consistió en una danza, o mitote, ejecutada alrededor del estandarte mexicano de damasco azul bordado con los consabidos águila y tunal. Varios puntos llaman la atención. En primer lugar, la gran muchedumbre que participó que, según los "indios viejos", no se había visto en un mitote desde los tiempos de Hernán Cortés, a pesar del esfuerzo del mismo virrey para lograr reunirla anteriormente. Por otra parte, los cantares que acompañaron la danza fueron de dos tipos: unos que fueron cantados por los "más ancianos en su lengua". Y "algunas canciones devotas", lo que permite deducir que los primeros fueron cantos antiguos no modificados por los religiosos.
Finalmente, el lugar escogido para llevar a cabo el gran mitote proporciona la llave de su importancia inusitada. Cada 52 años, cuando finalizaba y empezaba un nuevo siglo indígena, lo que era llamado "atadura de años", aparte de las grandes fiestas del fuego nuevo celebradas en el cerro de la Estrella en Iztapalapa, se bailaba la danza del volador, de connotación cósmica, en la plaza que llevó este nombre durante buena parte del periodo colonial. Ahora bien, resulta que el año de 1610 correspondió precisamente a una "atadura de años" y que el baile circular alrededor del estandarte azul (color del dios tutelar Huitzilopochtli) ejecutado por un número excepcional de danzantes y con cantares antiguos, guarda una semejanza simbólica evidente con el baile del volador, del que ignoramos por otra parte si se llevó a cabo o no en esta ocasión.
Cuatro años más tarde - (1616), una manifestación religiosa, impulsada esta vez por el cabildo de la ciudad en la que participaron las instituciones eclesiásticas y la sociedad en su conjunto, permitió al tunal / águila aparecer de nuevo. Se trató de una de las "venidas" de la Virgen de los Remedios a la capital para poner fin a una gran sequía. La lucida procesión contó con numerosos elementos y adornos de carácter prehispánico (animales vivos como aves y conejos colgados de los arcos, etc.) y una canción fue escrita para tal circunstancia, en honor de la patrona de la ciudad, llevada en medio de un mar de luces:
... La Ciudad Mexicana
al veros cielo hennoso
En luces con el Cielo compitiendo
púrpura os dio en la grana
de su tunal famoso,
a su divina Reina conociendo,
su Aguila está rindiendo
su prudencia con el pico
con la corva serpiente (los subrayados son míos)
Era por tanto lógico que la Historia de el principio y origen, progresos, venidas a México, y milagros de la Santa Imagen de neutra señora de los Remedios, extramuros de México, escrita por el mercedario criollo Fray Luis de Cisneros en 1616 (y publicada en 1621), ostentara el escudo de la ciudad, aunque no fuese el que Carlos V le había otorgado en 1523. En él, si bien vemos los dos leones flanqueando una torre que se levanta en media de la laguna, aparecen también unos tunales a los pies y al lado de los nobles felinos, mientras un águila que lleva una serpiente en el pico se alza encima de la torre. Es decir que los símbolos europeos y prehispánicos se combinan a.C., guardando sin embargo su identidad propia.
Las décadas siguientes marcan una progresión del conjunto simbólico en las distintas manifestaciones de la vida colonial. En 1642 el obispo y Virrey don Juan de Palafox se vio obligado a instar al Cabildo de la Ciudad de México a abandonar
el tunal, águila y culebra que usaba en su escudo de armas (y) adoptase la imagen de Nuestra Señora sobre las armas, o un serafín o ángel con una cruz o una imagen de la fe con hostia y cáliz y un mote, Fides o Fidelitas.
Más aún, mandó destruir "el águila, tuna y culebra de la gentilidad, de la manera que se han ido derribando los ídolos", en particular cierta águila que se encontraba en el ángulo del atrio de San Francisco. El afán del eclesiástico que fungía como virrey por estas fechas revela hasta qué punto el complejo iconográfico prehispánico perduraba y se había hecho familiar y doméstico, ya que la misina ciudad lo había integrado a sus propias armas.
Pero la tendencia era irreversible y el auge del culto a la Inmaculada Concepción, relacionada con la Mujer del Apocalipsis, reforzó aún la presencia del águila, según lo percibimos en fray Luis de Cisneros. Axial como el tunal del sacrificio pagano se había convertido en el árbol de la cruz, el águila de Huitzilopochtli se iba paulatinamente transformando en el de María Inmaculada y el de San Juan Evangelista.
A partir de mediados del siglo XVII, Los seculares fueron sustituyendo a los regulares-esencialmente franciscanos y luego jesuitas-en la promoción e integración del conjunto prehispánico en estructuras cristianas, de acuerdo con el papel cada vez más relevante que desempeñaban en la Iglesia mexicana. Así es como culminó la explotación simbólica del tunal, iniciada por la Compañía de Jesús en 1578, en un sermón predicado el 5 de febrero de 1652 en la catedral de México por Jacinto de la Serna, (cura del Sagrario de Catedral y tres veces rector de la Universidad), ante todas las autoridades civiles y religiosas del virreinato, en honor al beato Felipe de Jesús, criollo de la ciudad de México y martirizado en Japón a finales del siglo anterior.
En este sermón típico de la oratorio barroca, se pronunció un encendido elogio de la ciudad, elogiando sus bellezas y riquezas, las virtudes y santidad de sus hijos, nombrándola lerusalem Civitas Sanetti. Por ser cuna del protomártir Felipe de Jesús. Las fiestas prehispánicas fueron evocadas sin asomo de rechazo o siquiera de verdadera crítica ensalzando al contrario la suntuosidad que las caracterizaba y recurriendo con notable complacencia a términos náhuatl como chalchihuites, cacles, etc. El águila y el nopal fueron constantemente mencionados pero, según el insigne eclesiástico, no se veneraba en ellos la "figura del demonio" (lo cual revela de paso que algunos eclesiásticos al menos conocían perfectamente el significado del complejo iconográfico prehispánico, aun a mediados del siglo XVII), sino a Felipe de Jesús "en su cruz, figurado en el Aguila y tunal". La metáfora sobre el tunal se desarrolló en adelante con exuberancia:
Es un árbol hermoso, el tunal, es un calvario de Cruces, y en cada rama, unas que suben hacia arriba y otras que atraviesan, esta formando cruces...
Las frutas del tunal simbolizaban los diversos estados de la Iglesia: las tunas blancas eran las vírgenes, las amarillas los confesores y las coloradas los mártires, porque
Los dulces frutos de la Cruz no se gozan sino espinándose las manos con las espinas y abrojos de la pasión de Cristo Nuestro Señor...
La grana que produce el nopal representaba a los mártires muertos en la cruz y la tela blanca que recubría los gusanitos venía a ser la castidad de quienes derramaron su sangre para el verdadero Dios. Finalmente, Felipe de Jesús resultaba ser el "Aguila en el Tunal", terminando el sermón con una ferviente invocación al "Valeroso Español Mexicano... ¡O glorioso Reino de la Nueva España! ¡O dichosa Ciudad de México!". El grabado que adorna la primera página del sermón muestra a Felipe crucificado, flanqueado de dos japoneses que lo están alanceando. Abajo a la derecha se encuentra el escudo franciscano mientras a la izquierda el águila con la serpiente en el pico se alza sobre el acostumbrado nopal.
En esta notable pieza de oratorio sacra, el proceso iniciado por los jesuitas a finales del siglo XVI y que consistía en conservar el significado sacrificial del complejo mexica en un marco cristiano llegó a su culminación: ahora no sólo el nopal resultaba ser la cruz sino que el criollo de la ciudad de México, Felipe de Jesús, era la nueva águila. El símbolo que había empezado a cobrar legitimidad con los jesuitas en 1578, los franciscanos en 1593 y Cisneros y Sánchez en 1616 y 1648 respectivamente quedaba totalmente legitimado y recuperado. De ahora en adelante, y a pesar de las tentativas del perspicaz obispo y virrey don Juan de Palafox, quedaba a disposición de los criollos ansiosos de encontrar banderas y señuelos de identidad.
El sermón fue pronunciado en Catedral, ante las más altas autoridades virreinales. Esto constituye una promoción para el complejo iconográfico que nos ocupa, que hasta entonces sólo se había manifestado en espacios abiertos, en atrios y el recinto de iglesias corno San Francisco y la Profesa. Sin embargo, si exceptuamos la pintura realizada por Alonso de Villasana y que adornaba allá por 1595 el santuario de las Remedios, el nopal y el águila aparecían en estandartes, arcos y construcciones efímeras, poemas, canciones. En esta perspectiva, la solemne dedicación de la catedral en 1667 representó sin lugar a dudas una etapa decisiva en la promoción del conjunto simbólico. Se elaboraron numerosas "fábricas" para tal evento y la hermandad de San Hipólito se encargó del altar dedicado a este santo, quien llevaba en la mano derecha
Un estandarte con las armas de Castilla y León. En la última grada de su trono estaba, sobre un tunal, como rendida por su protección al Estandarte Real, el Águila de México coronada con una cúspide de finísimos diamantes (adorno capital que usaban en sus mayores júbilos los naturales desde Nuevo Mundo).Y en la grada inmediata, debajo del águila, se fingió la laguna Mexicana...
Aunque en una posición que el cronista describe como "rendida" ante el estandarte real, el ave de Huitzilopochtli pero también de la Virgen María en sus advocaciones de Remedios y Guadalupe y del mártir Felipe de Jesús, logró finalmente posarse nada menos que en Catedral, sobre el nopal de todos los sacrificios.
La recuperación y recreación del conjunto simbólico mexica se produjo en un histórico específico, marcado por el mestizaje biológico y cultural de una parte creciente de la población novohispana y por la rivalidad entre instancias civiles y religiosas, entre el clero regular y el secular y entre las principales órdenes religiosas.
Fundamentalmente, se trató de ofrecer a nuevos sectores de población, mestizos o criollos, no pocas veces letrados y que anhelaban inconscientemente encontrar y formular su identidad, los símbolos y las representaciones capaces de darle forma y rostro. Para ello, los franciscanos, jesuitas-y tal vez también agustinos-recurrieron a los conjuntos indígenas más arraigados y dinámicos, despojándolos en la medida de lo posible de sus contenidos idolátricos inaceptables. Sin embargo, para mantener su capacidad adaptativa, fue imprescindible conservar parte de su estructura y contenido, como sucedió en el caso del nopal, la grana y las tunas sacrificiales, con las consiguientes ambigüedades en cuanto se refiere a la recepción del mensaje visual por parte, al menos, de ciertos sectores de la población. Si bien la estructura de los nuevos conjuntos iconográficos ideados por los franciscanos sugiere una opción indigenita es más probable que los jesuitas hayan apostado a la recuperación y enajenación de los símbolos prehispánicos una vez sustituido su contenido idolátrico por otro cristiano-que tuviese afinidades conceptuales estructurales y formales con los anteriores-, los propusieron como señuelos de identidad a quienes empezaban a sentirse a la vez distintos de los españoles peninsulares y de los indígenas. En este sentido, la Iglesia en Nueva España, a través de las órdenes religiosas primero y luego de los seculares, fue sin duda el primer foco de donde surgieron las formulaciones de una naciente identidad.
Es bien sabido que el motivo que actualmente ocupa la parte central de la bandera mexicana tiene su origen en el pasado mexica. En efecto, las distintas versiones acerca de esta tribu náhuatl refieren que ésta salió de la cueva mítica de Chicomoztoc, en el oriente del país, guiada por el dios tutelar Huitzilopochtli, en busca de la tierra por él prometida. Los mexica debían reconocerla al descubrir precisamente un nopal encima del cual un águila sostendría una serpiente en su pico. Al llegar al valle de México, entonces ocupado por amplias lagunas, habitado por numerosos pueblos ribereños, los mexicas divisaron el ave anunciada en medio de uno de los lagos y al cabo de muchas vicisitudes lograron imponerse a sus antecesores y establecerse. Según la tradición, la visión se produjo en lo que hoy es la parte sureste de la plaza mayor de la ciudad de México, que luego fue parte del gran centro ceremonial de los advenedizos y, después de la Conquista, de los españoles.
Los distintos motivos que integran el conjunto aquí estudiado tenían, en la cosmovisión mexica, un significado preciso: el glifo que significa "piedra", emergía de las aguas y, encima de él, el nopal, considerado como árbol del sacrificio, estaba cubierto de tunas, o sea, de los corazones de los sacrificados. El águila, por su parte, estaba relacionada con el dios solar y tribal Huitzilepochtli, y después de la evangelización un proceso sincrético lo convirtió en uno de los símbolos de la resurrección de Cristo y, desde luego, en el de San Juan Evangelista. La serpiente, en cambio, de tanta relevancia en las religiones mesoamericanas, parece haber sido secundaria. Algunos códices en los que aparece el águila encaramada en el nopal en medio de la laguna prescinden de ella, mientras otros la sustituyen por un pájaro.
Treinta y cinco años después de la toma de Tenochtitlan y sin que sepamos a ciencia cierta lo que aconteció con este símbolo en los años que siguieron a la conquista, el nopal lleno de tunas se levantó nuevamente sobre el glifo de "piedra", nada menos que en las armas del granadino Alonso de Montúfar, segundo arzobispo de México. ¿Cómo explicar esta resurrección y, sobre todo, en semejante lugar?
El nombre de la ciudad (Tenochtitlan) está compuesto de la palabra "tetl", que quiere decir "piedra", de "nochtli", o sea "tuna", y del locativo "tlan". Tenochtitlan significa por tanto "donde está el nopal silvestre" y elude al mito mexica de la fundación de la ciudad. Ahora bien, durante los primeros años de la conquista los documentos y cartas oficiales y privados solían estar fechados y referirse a "Tenustitlán", o "la gran Temixtitlán", lo que atestigua el uso del término mexica por los españoles. Pronto se añadió el de "México", quizá la traducción náhuatl del nombre otomi del lugar, (por ser los otomíes unos de los primitivos habitantes del valle), en la fórmula "MéxicoTenochtitlán /Temixtitlán /Tenustitlán", que perduró hasta bien entrada la segunda mitad del siglo. Por otra parte, sabemos que las parcialidades indígenas de la ciudad y de sus contornos conservaron sus "insignias" y "estandartes", que solían mostrar en las fiestas cívico-religiosas. Las insignias estaban ligadas a las jerarquías indígenas y llevaban dibujos y "jeroglíficos" que permitían identificar cada grupo y señorío. A nadie se le ocurrió tratar de suprimir estos usos indígenas, en la medida en que no eran desconocidos en la tradición europea medieval y renacentista, en que resultaban útiles para distinguir las parcialidades y pueblos y también porque los símbolos representados en los vistosos estandartes carecían de significado y por tanto de peligro, al menos ante las autoridades civiles y la mayoría de las religiosas.
Estas razones movieron a Alonso de Montúfar, arzobispo de México-Tenochtitlan, artífice de la iglesia novohispana a costa de Los "ulares y prometor del culto a Guadalupe de Tepeyac, a colocar en 1566 el glifo de "piedra" y el nopal cubierto de tunas bajo sus armas personales, en las Constituciones del Arzobispado y provincia de la muy insigne y muy leal ciudad de Tenuxtitlán México de la Nueva España. La decisión de Montúfar de añadir parte de los símbolos antiguos de la ciudad a sus propias armas corresponde a la realidad sociopolítica aquí mencionada y a una estrategia determinada en el marco de sus luchas y propósitos.
En la década siguiente, dos fechas marcan la reaparición o difusión del conjunto iconográfico. El Códice Osana (1564) muestra a los ejércitos mexica enarbolando un estandarte con el águila y el nopal durante la campaña en la Florida (1559-1560) y los Anales de Juan Bautista refieren cómo el domingo 14 de abril de 1566, día de la Pascua de la Resurrección, se estrenó en el Tecpán de México un lienzo en el que podía verse a todos los señores que habían gobernado la ciudad desde su fundación; éstos llevaban como emblema el tenochtli, mientras las armas del emperador Carlos V ocupaban el primer término. Aquí asistimos, como en las armas de Alonso de Montúfar en las Constituciones, a un interesante proceso donde los conjuntos simbólicos indígena y castellano no sólo coexisten en un mismo plano sino que tienden a formar uno nuevo.
Esta misma tendencia se refleja en las fiestas religiosas en las que los cantares prehispánicos volvieron a oírse, aunque ahora para honrar a los sobrenaturales cristianos. El cronista Juan Bautista de nuevo señala que para celebrar la fiesta de Reyes del 6 de enero de 1565, se cantó el famoso canto de los pescados y que al año siguiente, con ocasión del obsequio que hizo Alonso de Villaseca de una estatua en plata de la Virgen al santuario del Tepeyac, hubo danzas y "el canto de los pescados lo cantaron los mexicanos y los tlatilolcas el Canto de Guerra". Algo semejante se produjo con la danza de los voladores; de clarísima procedencia idolátrica y por ende prohibida en los primeros tiempos, que sin embargo volvió a verificarse al menos a partir de 1566, al parecer durante fiestas de carácter cívico por lo tanto asistimos, a principios de la segunda mitad del siglo XVI a una reaparición y recuperación oficial de símbolos y prácticas relacionadas con la antigua idolatría. Estos son deliberadamente integrados por autoridades civiles y sobre todo religiosas en marcos y estructuras cristianos, tales como fiestas, celebraciones, expediciones, armas arzobispales, etc.
La década siguiente señala una aceleración y profundización de este proceso. Aparte de los consabidos cambios que modificaron sensiblemente la situación política y administrativa del virreinato en las postrimerías del siglo, sólo recordaré los que interesan directamente al tema aquí tratado. Por lo que se refiere a la población de la Nueva España, el periodo corresponde a una baja dramática del sector indígena, diezmado por reiteradas y mortíferas epidemias mientras la población española, peninsular y criolla, y sobre todo la de los mestizos y mulatos, emprende un ascenso cada vez más acentuado. Las órdenes religiosas que habían llevado a cabo lo esencial de la evangelización en el altiplano y el sur del país y cuyo imperio había empezado a ser reducido por Alonso de Montúfar, se vieron paulatina aunque sistemáticamente sustituidas por los seculares. Este proceso coincidió, al menos para los franciscanos, con un desengaño claramente expresado, ante la superficialidad y fragilidad de la labor misionera hasta entonces desempeñada y el sufrido por parte de la Corona, deseosa ahora de entregar los destinos de los dos grandes virreinatos americanos a una burocracia civil y eclesiástica estrechamente controlada. En este contexto (1572) llega la Compañía de Jesús a la Nueva España.
Unos pocos años le fueron suficientes para juzgar la situación, los retos que implicaba y concebir los mecanismos para enfrentarlos. Noviembre de 1578 es una fecha clave para el proceso aquí estudiado. La ocasión fue proporcionada por la recepción de una impresionante cantidad de reliquias enviadas por el Papa Gregorio XIII a la Compañía de Jesús establecida en México, que debía repartirlas entre los templos y conventos de todo el virreinato, con el fin de difundir una piedad de sello tridentino. El envío y la recepción resultaban lo que llamaríamos hoy en día una operación de prestigio para los jesuitas entonces en pleno auge, que manifestaba el apoyo otorgado por el Papado a sus nuevas empresas. El relato pormenorizado de estas fiestas, cuya celebración ocupó una semana entera, permite apreciar el papal fundamental desempeñado por estos religiosos en la recuperación de elementos culturales y religiosos indígenas y la formalización de conjuntos simbólicos dotados de un dinamismo trascendental, como lo demostró la historia.
La actitud de los jesuitas hacia la ciudad de México y la Nueva España en general no puede sino llamar la atención, porque ilustra la manera como recuperaron los símbolos indígenas. Pese a ser la última de las grandes órdenes llegadas a México con fines evangelizadores, los hijos de San Ignacio no dudaron en proclamarla suya: en la portería de su Colegio se levantó un arco dedicado al Papa Gregorio XIII, donador de las reliquias, adornado de esta manera:
A la mano siniestra de S.S., estaba la Ciudad de México con su laguna cercada de montes, Volcán y pueblos de indios que iban de una parte a otra y estaban con sus canoas pescando en la laguna: y a la mano siniestra estaba V.P. de rodillas, con otros tres de la Compañía. Su Santidad con la mano derecha daba a Vuestra Paternidad un cofre y en ellas sanctas reliquias, diciendo con esta letra. De la festividad onite Arcam in Sanctuario. Y con la izquierda señalaba a la Ciudad de México y Nueva España diciendo con letra In Novam Hispaniam... V. P. y los nuestros con acento de humildad y agradecimiento, puestos los ojos en Su Santidad, recibían con ambas manos el sagrado tesoro diciendo Ut in habitet gloria in terra nostra. Y mostrando los de acá excesiva alegría de tan grande merced y del mucho fruto que por medio de los Santos de allí adelante se había de hacer en esta tierra decíamos Iam terra nostra dabit.
Como en los cronistas franciscanos, la valoración del país, expresada aquí por medio de la descripción complaciente de la capital en su entorno natural y humano, se acompaña de una apropiación del mismo a través de la obra evangelizadora, aunque ésta no sea aún más que un proyecto. Por tanto, el hecho de encontrar nuevamente el mismo mecanismo de apropiación identificación-valorización (terra nostra) y de evidentes orígenes religiosos, muestra que éste fue uno de los dos factores más eficaces de la creación de una conciencia novohispana.
La ciudad de México estuvo también representada "con sus montes y sus llanos" en el tercer arco dedicado a los apóstoles y en un altar de San Hipólito, patrono de la Nueva España. En caso de que se tratara del país el dato sería sumamente importante puesto que sería sin duda la primera vez que se daría al virreinato entero el nombre de la ciudad, apareció vestida "de español e indio (denotando la variedad y mezcla de gentes que en sí tiene)". Se puntualiza que la "ropa de dentro" era España mientras que el huipil era indígena (las comillas son mías). En fin la ciudad-o el país-llevaba en sus manos sus propias armas es decir el tunal y el águila.
Este símbolo no podía faltar y de hecho la procesión había sido encabezada por un "paseo de los estudiantes y la juventud mexicana" que llevaba un cartel relativo a la justa literaria y certámenes en honor de las reliquias. Dicho cartel tenía
tres varas de alto y dos de ancho, en el cual y van las armas de la ciudad, que en una planta de Tuna campestre en medio de una laguna y encima de ella una Águila con una Culebra en el pico...
El tema del tunal primordial apareció nuevamente de manera significativa, si recordamos la relación simbólica de este cactus como el "árbol del sacrificio", representando las tunas, los corazones de los sacrificados. Ahora bien, el cronista jesuita describe, entre el sin números de elementos didáctico- decorativos que se podían apreciar los distintos arcos, una cruz en la cual
Estaba un Tunal (que es un árbol de donde se coge la grana en esta tierra, de entre las espinas muy agudas que tiene) y a la otra parte, la Corona de espinas ensangrentadas, y abajo esta letra
De estas espinas se coge
Grana tan fina y tan pura
Que tiñe la vestidura
De aquéllos que Dios escoge.
La reaparición del tema sacrificial del tunal y sus frutas, mediante las alusiones a las espinas y la sangre, dentro de un marco ahora cristiano, resulta revelador de la manera en que los jesuitas, confiados en que la vieja idolatría había sido del todo desterrada, no dudaron en adoptar los símbolos antiguos. En efecto, partiendo de su significado idolátrico, los articularon con un equivalente cristiano (la corona de espinas), valiéndose de las correspondencias simbólicas entre espinas y sangre grana, dentro de un marco a la vez sacrificial y elitista. De esta manera conservaron lo esencial del viejo mensaje idolátrico al que superpusieron un significado cristiano, confiriendo finalmente al conjunto la nueva legitimación que le permitiría desarrollarse más adelante.
Pero la orden de San Ignacio no limitó sus aspiraciones a la sola ciudad de México. En el tercer arco dedicado a los apóstoles y por tanto al tema de la evangelización, además de unos versos relativos a Goa, Japón y China, en donde la Compañía estaba presente por las mismas fechas, se podían observar las representaciones antropomórficas del Perú, de algunos de los principales ríos de México, de Campeche, Guatemala, con la presencia significativa de productos autóctonos como cacao, chocolate, achiote, un tecomate, etc, en un afán por ensalzar lo específicamente americano. La Nueva España se dejaba ver
En figura de una muy hermosa mujer con ropas rocagantes de prosperidad, los ojos muy modestos y en la mano derecha sus propias armas, que son una Tuna campestre y un Águila... (El subrayado es mió).
Aparte de la alusión a la "prosperidad" del virreinato, tema recurrente desde los conquistadores y que se irá convirtiendo en una de las banderas criollas del siglo XVIII, observamos aquí el proceso particularmente interesante que subrayamos líneas arriba: hasta donde se sabe, es la primera vez que las armas propias de la ciudad de México se convierten en las de toda la Nueva España, adelantando y hasta preparando la situación que llevaría al México independiente a adoptarlas como símbolo del nuevo país.
El desafío fue bien entendido por los principales rivales de la Compañía, los franciscanos, los primeros en desarrollar estrategias sincréticas en el altiplano y que se consideraban, con bastante razón, los artífices de la nueva cristiandad. Debilitados por los ataques concertados de las autoridades civiles y eclesiásticas que buscaban restringir el poderío y la enorme influencia de los mendicantes en el virreinato, irritados por la llegada de la dinámica Compañía de Jesús que venía de hecho a competir con ellos en lo que consideraban su feudo, percibieron la novedad e importancia de los métodos empleados por sus rivales y pronto trataron de competir con ellos en el mismo terreno. Así, en 1593, con ocasión de la fiesta de san Francisco el 4 de octubre,
Se estrenó el Aguila que pintaron los pintores y consistió en colocar este animal sobre un tunal de piedra, cargando a San Francisco sentado y puesto todo a los pies de una hermosa cruz. Esta pintura fue admirada de todos.
Asistimos aquí a la recuperación por los frailes menores del complejo piedra / tunal / águila, tan brillantemente inaugurada por los jesuitas unos quince años antes. El imperialismo franciscano respondió al jesuita (terra nostra) al colocar a San Francisco en una posición intermedia entre el tunal, representando obviamente al mundo indígena prehispánico, y la cruz. En otras palabras, el mensaje que se desprendía de esta representación era el siguiente: los indios recibieron la fe cristiana por medio de San Francisco.
El año siguiente,
El día sábado que es hoy a diez y nueve de marzo de 1594. día de San José se estrenaron un librillo encarnado damasco en que se escribió y apuntó todos los caballeros que sucesivamente fueron gobernadores aquí en México y la descripción del águila en que está sentado nuestro padre San Francisco y se halla al pie de la cruz, teniendo en la mano este santo un papel en ademán de estar leyendo.
Cabe notar que en una traducción ligeramente distinta que Miguel León Portilla hace de este mismo texto, el paño rojo de damasco que cubría la nueva bandeja estaba pintado con el símbolo del fuego. Este detalle no deja de ser revelador, ya que San José fue a menudo asimilado al dios del fuego, Huehueteotl, porque ambos personajes solían ser representados bajo la apariencia de ancianos. Tenemos aquí un ejemplo más de sincretismo guiado o por lo menos tolerado por los franciscanos, que nos remite a una antigua estrategia, en su momento adoptada por los jesuitas del nopal / cruz de espinas.
El estreno de este conjunto tuvo lugar para festejar el día de San José, bajo cuya advocación se encontraba la primera iglesia fundada por Pedro de Gante para los indígenas, San José de los Naturales. La misma representación de San Francisco como mediador se enriquece aquí con la pintura de los señores gobernadores de la ciudad de México, manteniéndose los franciscanos dentro del ámbito estrictamente indígena que siempre había sido el suyo y que intentaron reservarse. Este punto traduce a la vez la fidelidad de los hijos de San Francisco, considerados desde el principio como ardientes indigenistas, pero revela asimismo su incapacidad por asimilar y aceptar la nueva realidad de un virreinato en vías de volverse mestizo, lo que sí captaron en seguida sus rivales jesuitas.
Hasta ahora, la mayor parte de las representaciones de los símbolos de México se había manifestado en construcciones efímeras, arcos de la procesión de las reliquias, armas que llevaban los personajes alegóricos que intervenían en obras teatrales. Las pinturas franciscanas realizadas por los pintores indígenas de la escuela abierta por Pedro de Gante inauguran una etapa en la que dichos símbolos tienden a adquirir un carácter duradero, aunque no perenne. Sabemos por ejemplo que el santuario de María de los Remedios, al noroeste de la ciudad de México, y cuya Virgen era objeto de un culto tan o más ferviente que la Guadalupe del Tepeyac a finales del siglo XVI, estaba adornado en 1595 con varias pinturas de Alonso de Villasana, entre las cuales se podía distinguir el nopal y su inevitable águila. La presencia de este símbolo se imponía en semejante lugar puesto que la Virgen de los Remedios era la patrona del cabildo de la ciudad a la que protegía eficazmente, en particular contra las sequías.
A principios del siglo siguiente, en 1610, para la doble ocasión de la inauguración de la Profesa y de la beatificación de San Ignacio, la Compañía de Jesús volvió a promover largas y suntuosas fiestas en las que los elementos indígenas tuvieron particular relieve. El cronista jesuita Andrés Pérez de Ribas refiere que
por remate de este día nono, al salir de la Misa Mayor, comenzó a entrar por una de las puertas de nuestra Iglesia un mitote de la nación mexicana (es baile que usaba en su gentilidad esta grande nación); en él, salieron mil trescientos indios, muchos de ellos con tilmas de tafetán y damasco, rica y hermosa plumería que ellos estiman en mucho, grandes invenciones y figuras salvajinas, danzando todos con tanto orden y tan a compás, a son de sus teponaxtlis (que es un género de tambores sonoros de madera que usa esta gente), que con ser tanto el número de ella, guardaba un muy uniforme compás. Entre esta multitud de gente. Venían sus caciques y principales gobernadores; llegaban de dos en dos, abatiendo los estandartes que cada pueblo traía, y eran más de treinta, hacían una profundísima reverencia al santo Patriarca (se trata de Ignacio de Loyola, nota mía). Hasta tocar casi con las manos y frentes en el suelo y salieron sin perder el orden que habían traído por la puerta contraria de la Iglesia y llegaron a la plaza mayor de esta ciudad, y desde ella a otra que llaman delVolador, donde desde un balcón de su Palacio los aguardaba el Virrey y el Presidente de Guadalajara y Visitador Don Juan de Villela, con otros personajes. En llegando a esta plaza el célebre mitote, habiendo puesto en medio de ella un estandarte grande de damasco azul, en que por ser de los mexicanos estaba bordada el águila y el tunal. Armas de México, comenzaron en un círculo grande a danzar a su antiguo uso, cantando juntamente los más ancianos en su lengua y algunas canciones devotas, debajo del estandarte de damasco que estaba en medio del círculo y rueda que formaba el baile. Fue ésta una de las cosas que más admiró en esta fiesta, porque con haber pretendido otros Virreyes en ocasiones de grandes fiestas juntar este mitote con esta grandeza nunca pudieron salir con el intento. Y así confesaban los indios viejos, que desde el tiempo del Marqués del Valle, que fue el que ganó esta tierra, no se había juntado tan numeroso y celebre gentío mexicano, ni se había visto cosa semejante.
Esta larga cita exige algunos comentarios. En la medida en que los relatos y crónicas nos ilustran al respecto, parece ser una de las primeras veces que los estandartes distintivos de los pueblos indígenas aledaños, entre los cuales se distingue el de la nación mexicana con sus armas, penetró en el recinto de una iglesia, aquí, la de la Profesa, templo jesuita cuya dedicación se festejaba precisamente en agosto de 1610. (En 1558, para las honras fúnebres de Carlos V, también parecen haber penetrado los estandartes indígenas en la iglesia de San Francisco).
El abatimiento de estas insignias ante la figura de Ignacio de Loyola y la reverencia que le hicieron todos los indígenas equivale, en un plano simbólico, a las representaciones franciscanas de 1593: en efecto el nopal / águila bordado en el estandarte mexicano se humilló a los pies de la imagen del fundador de la Compañía, como se halló a los pies de San Francios, estableciéndose claramente la filiación y la jerarquía de los dos conjuntos iconográficos. Al mismo tiempo, el cronista jesuita contemporáneo encarece al grupo mexicano, refiriéndose a éI como a una "grande nación".
La segunda parte, aparentemente de carácter laico, de la fiesta multitudinaria no deja de ser interesante. Después del homenaje rendido en la Profesa, los indígenas se dirigieron a la plaza del Volador, contigua a la Plaza Mayor y a Palacio, desde cuyos balcones el mismo virrey y las principales autoridades presenciaron el espectáculo que consistió en una danza, o mitote, ejecutada alrededor del estandarte mexicano de damasco azul bordado con los consabidos águila y tunal. Varios puntos llaman la atención. En primer lugar, la gran muchedumbre que participó que, según los "indios viejos", no se había visto en un mitote desde los tiempos de Hernán Cortés, a pesar del esfuerzo del mismo virrey para lograr reunirla anteriormente. Por otra parte, los cantares que acompañaron la danza fueron de dos tipos: unos que fueron cantados por los "más ancianos en su lengua". Y "algunas canciones devotas", lo que permite deducir que los primeros fueron cantos antiguos no modificados por los religiosos.
Finalmente, el lugar escogido para llevar a cabo el gran mitote proporciona la llave de su importancia inusitada. Cada 52 años, cuando finalizaba y empezaba un nuevo siglo indígena, lo que era llamado "atadura de años", aparte de las grandes fiestas del fuego nuevo celebradas en el cerro de la Estrella en Iztapalapa, se bailaba la danza del volador, de connotación cósmica, en la plaza que llevó este nombre durante buena parte del periodo colonial. Ahora bien, resulta que el año de 1610 correspondió precisamente a una "atadura de años" y que el baile circular alrededor del estandarte azul (color del dios tutelar Huitzilopochtli) ejecutado por un número excepcional de danzantes y con cantares antiguos, guarda una semejanza simbólica evidente con el baile del volador, del que ignoramos por otra parte si se llevó a cabo o no en esta ocasión.
Cuatro años más tarde - (1616), una manifestación religiosa, impulsada esta vez por el cabildo de la ciudad en la que participaron las instituciones eclesiásticas y la sociedad en su conjunto, permitió al tunal / águila aparecer de nuevo. Se trató de una de las "venidas" de la Virgen de los Remedios a la capital para poner fin a una gran sequía. La lucida procesión contó con numerosos elementos y adornos de carácter prehispánico (animales vivos como aves y conejos colgados de los arcos, etc.) y una canción fue escrita para tal circunstancia, en honor de la patrona de la ciudad, llevada en medio de un mar de luces:
... La Ciudad Mexicana
al veros cielo hennoso
En luces con el Cielo compitiendo
púrpura os dio en la grana
de su tunal famoso,
a su divina Reina conociendo,
su Aguila está rindiendo
su prudencia con el pico
con la corva serpiente (los subrayados son míos)
Era por tanto lógico que la Historia de el principio y origen, progresos, venidas a México, y milagros de la Santa Imagen de neutra señora de los Remedios, extramuros de México, escrita por el mercedario criollo Fray Luis de Cisneros en 1616 (y publicada en 1621), ostentara el escudo de la ciudad, aunque no fuese el que Carlos V le había otorgado en 1523. En él, si bien vemos los dos leones flanqueando una torre que se levanta en media de la laguna, aparecen también unos tunales a los pies y al lado de los nobles felinos, mientras un águila que lleva una serpiente en el pico se alza encima de la torre. Es decir que los símbolos europeos y prehispánicos se combinan a.C., guardando sin embargo su identidad propia.
Las décadas siguientes marcan una progresión del conjunto simbólico en las distintas manifestaciones de la vida colonial. En 1642 el obispo y Virrey don Juan de Palafox se vio obligado a instar al Cabildo de la Ciudad de México a abandonar
el tunal, águila y culebra que usaba en su escudo de armas (y) adoptase la imagen de Nuestra Señora sobre las armas, o un serafín o ángel con una cruz o una imagen de la fe con hostia y cáliz y un mote, Fides o Fidelitas.
Más aún, mandó destruir "el águila, tuna y culebra de la gentilidad, de la manera que se han ido derribando los ídolos", en particular cierta águila que se encontraba en el ángulo del atrio de San Francisco. El afán del eclesiástico que fungía como virrey por estas fechas revela hasta qué punto el complejo iconográfico prehispánico perduraba y se había hecho familiar y doméstico, ya que la misina ciudad lo había integrado a sus propias armas.
Pero la tendencia era irreversible y el auge del culto a la Inmaculada Concepción, relacionada con la Mujer del Apocalipsis, reforzó aún la presencia del águila, según lo percibimos en fray Luis de Cisneros. Axial como el tunal del sacrificio pagano se había convertido en el árbol de la cruz, el águila de Huitzilopochtli se iba paulatinamente transformando en el de María Inmaculada y el de San Juan Evangelista.
A partir de mediados del siglo XVII, Los seculares fueron sustituyendo a los regulares-esencialmente franciscanos y luego jesuitas-en la promoción e integración del conjunto prehispánico en estructuras cristianas, de acuerdo con el papel cada vez más relevante que desempeñaban en la Iglesia mexicana. Así es como culminó la explotación simbólica del tunal, iniciada por la Compañía de Jesús en 1578, en un sermón predicado el 5 de febrero de 1652 en la catedral de México por Jacinto de la Serna, (cura del Sagrario de Catedral y tres veces rector de la Universidad), ante todas las autoridades civiles y religiosas del virreinato, en honor al beato Felipe de Jesús, criollo de la ciudad de México y martirizado en Japón a finales del siglo anterior.
En este sermón típico de la oratorio barroca, se pronunció un encendido elogio de la ciudad, elogiando sus bellezas y riquezas, las virtudes y santidad de sus hijos, nombrándola lerusalem Civitas Sanetti. Por ser cuna del protomártir Felipe de Jesús. Las fiestas prehispánicas fueron evocadas sin asomo de rechazo o siquiera de verdadera crítica ensalzando al contrario la suntuosidad que las caracterizaba y recurriendo con notable complacencia a términos náhuatl como chalchihuites, cacles, etc. El águila y el nopal fueron constantemente mencionados pero, según el insigne eclesiástico, no se veneraba en ellos la "figura del demonio" (lo cual revela de paso que algunos eclesiásticos al menos conocían perfectamente el significado del complejo iconográfico prehispánico, aun a mediados del siglo XVII), sino a Felipe de Jesús "en su cruz, figurado en el Aguila y tunal". La metáfora sobre el tunal se desarrolló en adelante con exuberancia:
Es un árbol hermoso, el tunal, es un calvario de Cruces, y en cada rama, unas que suben hacia arriba y otras que atraviesan, esta formando cruces...
Las frutas del tunal simbolizaban los diversos estados de la Iglesia: las tunas blancas eran las vírgenes, las amarillas los confesores y las coloradas los mártires, porque
Los dulces frutos de la Cruz no se gozan sino espinándose las manos con las espinas y abrojos de la pasión de Cristo Nuestro Señor...
La grana que produce el nopal representaba a los mártires muertos en la cruz y la tela blanca que recubría los gusanitos venía a ser la castidad de quienes derramaron su sangre para el verdadero Dios. Finalmente, Felipe de Jesús resultaba ser el "Aguila en el Tunal", terminando el sermón con una ferviente invocación al "Valeroso Español Mexicano... ¡O glorioso Reino de la Nueva España! ¡O dichosa Ciudad de México!". El grabado que adorna la primera página del sermón muestra a Felipe crucificado, flanqueado de dos japoneses que lo están alanceando. Abajo a la derecha se encuentra el escudo franciscano mientras a la izquierda el águila con la serpiente en el pico se alza sobre el acostumbrado nopal.
En esta notable pieza de oratorio sacra, el proceso iniciado por los jesuitas a finales del siglo XVI y que consistía en conservar el significado sacrificial del complejo mexica en un marco cristiano llegó a su culminación: ahora no sólo el nopal resultaba ser la cruz sino que el criollo de la ciudad de México, Felipe de Jesús, era la nueva águila. El símbolo que había empezado a cobrar legitimidad con los jesuitas en 1578, los franciscanos en 1593 y Cisneros y Sánchez en 1616 y 1648 respectivamente quedaba totalmente legitimado y recuperado. De ahora en adelante, y a pesar de las tentativas del perspicaz obispo y virrey don Juan de Palafox, quedaba a disposición de los criollos ansiosos de encontrar banderas y señuelos de identidad.
El sermón fue pronunciado en Catedral, ante las más altas autoridades virreinales. Esto constituye una promoción para el complejo iconográfico que nos ocupa, que hasta entonces sólo se había manifestado en espacios abiertos, en atrios y el recinto de iglesias corno San Francisco y la Profesa. Sin embargo, si exceptuamos la pintura realizada por Alonso de Villasana y que adornaba allá por 1595 el santuario de las Remedios, el nopal y el águila aparecían en estandartes, arcos y construcciones efímeras, poemas, canciones. En esta perspectiva, la solemne dedicación de la catedral en 1667 representó sin lugar a dudas una etapa decisiva en la promoción del conjunto simbólico. Se elaboraron numerosas "fábricas" para tal evento y la hermandad de San Hipólito se encargó del altar dedicado a este santo, quien llevaba en la mano derecha
Un estandarte con las armas de Castilla y León. En la última grada de su trono estaba, sobre un tunal, como rendida por su protección al Estandarte Real, el Águila de México coronada con una cúspide de finísimos diamantes (adorno capital que usaban en sus mayores júbilos los naturales desde Nuevo Mundo).Y en la grada inmediata, debajo del águila, se fingió la laguna Mexicana...
Aunque en una posición que el cronista describe como "rendida" ante el estandarte real, el ave de Huitzilopochtli pero también de la Virgen María en sus advocaciones de Remedios y Guadalupe y del mártir Felipe de Jesús, logró finalmente posarse nada menos que en Catedral, sobre el nopal de todos los sacrificios.
La recuperación y recreación del conjunto simbólico mexica se produjo en un histórico específico, marcado por el mestizaje biológico y cultural de una parte creciente de la población novohispana y por la rivalidad entre instancias civiles y religiosas, entre el clero regular y el secular y entre las principales órdenes religiosas.
Fundamentalmente, se trató de ofrecer a nuevos sectores de población, mestizos o criollos, no pocas veces letrados y que anhelaban inconscientemente encontrar y formular su identidad, los símbolos y las representaciones capaces de darle forma y rostro. Para ello, los franciscanos, jesuitas-y tal vez también agustinos-recurrieron a los conjuntos indígenas más arraigados y dinámicos, despojándolos en la medida de lo posible de sus contenidos idolátricos inaceptables. Sin embargo, para mantener su capacidad adaptativa, fue imprescindible conservar parte de su estructura y contenido, como sucedió en el caso del nopal, la grana y las tunas sacrificiales, con las consiguientes ambigüedades en cuanto se refiere a la recepción del mensaje visual por parte, al menos, de ciertos sectores de la población. Si bien la estructura de los nuevos conjuntos iconográficos ideados por los franciscanos sugiere una opción indigenita es más probable que los jesuitas hayan apostado a la recuperación y enajenación de los símbolos prehispánicos una vez sustituido su contenido idolátrico por otro cristiano-que tuviese afinidades conceptuales estructurales y formales con los anteriores-, los propusieron como señuelos de identidad a quienes empezaban a sentirse a la vez distintos de los españoles peninsulares y de los indígenas. En este sentido, la Iglesia en Nueva España, a través de las órdenes religiosas primero y luego de los seculares, fue sin duda el primer foco de donde surgieron las formulaciones de una naciente identidad.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)